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Obispo Auxiliar

Estar preparados, no sabemos ni día ni hora...

(VIDEO) Mons. Daniel Blanco, XXXII Domingo del Tiempo Ordinario


    Cada año, al acercarse el final del Año Litúrgico, la Palabra de Dios nos recuerda una verdad innegable para todo ser humano y una verdad importantísima de nuestra fe cristiana, y es que del mismo modo que finalizan los años, así finalizará nuestra vida y así finalizará este mundo cuando el Señor, de nuevo, venga con gloria para juzgar a vivos y muertos, como lo afirmamos en la Profesión de Fe.

Ante la verdad de la segunda venida del Señor y ante la verdad de nuestra muerte, la exhortación que la Palabra de Dios nos hace es a estar preparados, porque no sabemos ni el día ni la hora.  El cristiano debe vivir expectante ante la llegada del Señor y prepararse cotidianamente para el encuentro con Él, sea en el juicio personal (la muerte) sea en el juicio universal (la segunda venida de Cristo).

Pero, para el cristiano, la espera de ese momento culminante, no debe generar temor o angustia.  La Sagrada Escritura hoy nos llena de esperanza ante la misericordia de Dios que amorosamente sale al encuentro de toda la humanidad.

Así lo afirma la primera lectura del libro de la Sabiduría.  Se presenta a la sabiduría personificada, como una mujer que sale al encuentro de quien la busca, que libra de preocupaciones a quien espera en ella y que muestra a sus creyentes su benevolencia y los guía en sus proyectos.

Las características de la Sabiduría, descritas en la Primera Lectura las vemos perfectamente presentes en la persona de Cristo.  Él, Sabiduría del Padre, es aquel que ha revelado la bondad y la misericordia de Dios, es quien ha salido al encuentro de la humanidad al poner su tienda entre nosotros y es quien nos libra de toda angustia y preocupación porque con el Acontecimiento Pascual ha vencido el pecado y la muerte y nos ha asegurado una vida junto a Él, compartiendo su misma gloria.

Así lo ha dejado claro San Pablo en la segunda lectura, cuando nos asegura que no debemos estar tristes por la suerte de los difuntos, porque Cristo con su resurrección ha hecho posible que los muertos sean llevados con Él y que todos, un día, participaremos de esa misma vida.

El texto de San Pablo concluye animando a estar consolados, porque el cristiano debe estar seguro de la vida perfectamente feliz y llena de gloria que se les ha regalado a los hermanos que han muerto.

Esta vida, Jesús la ha comparado, en varias parábolas, con banquetes de fiesta o con celebraciones de boda.

Por eso, las diez vírgenes de la parábola del Evangelio, que esperan al esposo y esperan participar del banquete de bodas, son signo de la humanidad que espera el momento de participar de la gloria del cielo.

La parábola alaba la previsión de cinco de ellas, porque durante esa espera tienen aceite de repuesto en sus lámparas, es decir son conscientes de la necesidad de estar preparadas, ese aceite, nos enseñaba el papa Benedicto XVI es « un símbolo del amor, que no se puede comprar, pero se recibe como regalo, se conserva en la intimidad y se practica en las obras. Verdadera sabiduría es aprovechar la vida mortal para realizar obras de misericordia, porque, tras la muerte, eso ya no será posible. Cuando nos despierten para el juicio final, este se basará en el amor practicado en la vida terrena (cfr Mt. 25,31-46). Y este amor es don de Cristo, infundido en nosotros por el Espíritu Santo. Quien cree en Dios-Amor lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara con la que atravesar la noche más allá de la muerte, y llegar a la gran fiesta de la vida» (06.11.2011).

Hoy, por tanto, la palabra nos exhorta a esperar con auténtica esperanza cristiana, es decir a vivir nuestro peregrinar como cristianos, con la convicción de que la meta es el encuentro con el Señor y que el anhelo del corazón debe ser vivir eternamente con Él.

Esta esperanza, experimentada de esta forma, necesariamente nos debe hacer vivir con tal ahínco evangélico y con tal alegría en el corazón que nuestro peregrinar será una constante predicación y un constante testimonio de amor y de fe, concretado en tres acciones:

·      Que nunca sea el temor, sino la esperanza en la verdad de la resurrección lo que anime nuestra vigilancia y nuestra preparación al encuentro con el Señor.

·      Que trabajemos en la construcción del Reino, convencidos de que ese Reino se vivirá en plenitud en el Cielo, pero que debe experimentarse ya desde nuestro peregrinar por este mundo.

·      Que animemos con alegría cristiana y con solidaridad a todos aquellos que están pasando dificultades y han perdido la esperanza en medio de situaciones dolorosas, especialmente aquellos que han perdido la esperanza ante la muerte de algún ser querido.

Que la grandeza de la meta que nos espera, la convicción de que contemplaremos el rostro de Dios y la esperanza de que participaremos de su gloria, animen nuestro peregrinar por este mundo y nos ayuden en nuestra preparación al encuentro definitivo con Cristo, como nos lo recomendaba san Agustín en su predicación:  «Vela con el corazón, con la fe, con la esperanza, con la caridad, con las obras (...); prepara las lámparas, cuida de que no se apaguen, aliméntalas con el aceite interior de una recta conciencia; permanece unido al Esposo por el Amor, para que Él te introduzca en la sala del banquete, donde tu lámpara nunca se extinguirá» (S. Agustín, Sermones 93,17).