Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
En
este Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, los textos de la Palabra de Dios que
se han proclamado nos presentan un escenario común: el banquete de una gran fiesta. Tanto la lectura del profeta Isaías, como el
salmo 23 y el evangelio de San Mateo nos hablan acerca de banquetes exquisitos
con que Dios agasajará a su pueblo.
Ante
las amenazas que sufría el pueblo de Israel, amenazas que terminarán con el
exilio en Babilonia, hay una palabra de esperanza: El Señor por medio del profeta Isaías, hace la
promesa de un Rey-Mesías que dará libertad, unidad, fuerza, riqueza y paz al
pueblo elegido y le devolverá a este pueblo la grandeza que tuvo en los tiempos
del rey David.
Incluso
esta grandeza, que queda plasmada en el banquete mesiánico narrado en la
primera lectura, será más grande que en tiempos de David, porque los esplendores
dados por el Rey-Mesías ya no serán sólo para aquel pueblo elegido, sino que
serán para todas las naciones de la tierra. Además, este banquete trae más que manjares
exquisitos, trae la consolación ante las lágrimas y sufrimientos de la
humanidad, porque promete la salvación y la aniquilación de la muerte para
siempre.
Esta
promesa mesiánica, que el Señor hace por medio del profeta Isaías en la primera
lectura se ha cumplido en Jesucristo.
Él, al poner su tienda entre
nosotros, padecer, morir y resucitar, vence la muerte para siempre, nos da
la salvación eterna y consuela nuestra vida en medio de las situaciones
difíciles que podamos enfrentar.
Como
hemos escuchado en la parábola del Evangelio, Cristo da cumplimiento a todas
las promesas mesiánicas, Él hace partícipes del Banquete de Bodas, luego de encontrar resistencia en aquellos
primeros invitados, a todos los que se encuentren en los cruces de los caminos, es
decir; que Él ha invitado a participar del Banquete
de Bodas a toda la humanidad, sin ningún tipo de distinción.
Un
banquete de bodas, organizado por un rey, en Oriente y en los tiempos bíblicos,
tiene elementos característicos que nos deben ayudar a comprender lo que
significa esta invitación de Dios al Banquete
de Bodas. La invitación no sólo incluye
la posibilidad de ir al banquete, sino que aquel que invita da lo necesario
para que el invitado pueda prepararse y estar listo, podríamos decir estar digno para participar de ese gran
evento. Entre lo que incluye aquella
invitación es el traje para participar de la fiesta.
Es
así como podemos comprender el enojo del rey al encontrarse con uno de los
comensales que, aun siendo llamado de un cruce de camino, no lleva el traje de
fiesta. El convidado aceptó la
invitación, pero no aceptó las exigencias de aquella invitación, quiso hacer de
un banquete, que él no organizó, uno a su propia conveniencia.
El
papa Francisco explica con mucha claridad esto:
«el
Señor pone una condición: llevar el traje de boda [...] esa especie de chal que
cada comensal recibía como regalo en la entrada. La gente iba como estaba
vestida, como podía estar vestida, no iba con vestidos de gala. Pero a la entrada recibían una especie de chal,
un regalo. Ese hombre, al rechazar el regalo, se ha excluido a sí mismo: por lo que el rey no tiene otra opción que
echarlo. Este hombre había aceptado la invitación, pero luego decidió que no
significaba nada para él: era una
persona autosuficiente, no tenía deseos de cambiar o de dejar que el Señor lo
cambiase. El traje de boda - ese chal - simboliza la misericordia que Dios nos da gratuitamente, es decir, la
gracia. Sin la gracia no se puede dar un
paso adelante en la vida cristiana. Todo
es gracia. No basta con aceptar la
invitación a seguir al Señor, hay que estar dispuestos a un camino de
conversión que cambia el corazón. El
hábito de la misericordia, que Dios nos ofrece sin cesar, es un don gratuito de
su amor, es precisamente la gracia. Y requiere ser acogido con asombro y
alegría»
(11.10.2020)
Esta
palabra que la liturgia nos regala este domingo, trae para nosotros dos
regalos: esperanza y compromiso.
Nos
llena de esperanza el sabernos invitados al Banquete
de Bodas, es decir, los regalos de Cristo, el Mesías, se nos han dado por
misericordia a todos nosotros: su
salvación, su consolación en medio de nuestras lágrimas, la participación de su
vida eterna, son una verdad para nosotros.
Pero
también nos recuerda los compromisos que tenemos como cristianos. Dios nos ha dado la invitación para
participar del Banquete de su Reino y nos ha dado todo lo necesario para ser
dignos de ese banquete.
Hay
un signo el día de nuestro bautismo que nos lo recuerda. La vestidura blanca que se nos impone
recuerda la dignidad del cristiano que nos prepara para participar del banquete
eterno. Ese día quien nos bautizó dijo que esa vestidura blanca, signo de condición
de cristiano, la puedas conservar sin mancha hasta la vida eterna.
El
bautismo que nos hace hijos, herederos del reino, invitados al banquete, nos
compromete a vivir como hijos, a revestirnos de Cristo y que el traje de fiesta
se note en nuestra vida, gracias a nuestras acciones, gestos y palabras que me
muestran al mundo como cristiano, no haciendo una vida a mi modo, un
cristianismo a mi modo, sino viviendo según el mismo Cristo nos enseña.
Hoy
pedimos al Señor, como lo hemos hecho en la Oración Colecta, que nos siga
regalando esa gracia, aquella que viene con la invitación para el banquete de
su reino, gracia que nos prepara y nos hace dignos para entrar y gozar de su
misericordia, gracia que mantiene el traje de fiesta, regalado en el bautismo, listo
para participar del banquete de bodas.
Gracia
que encontramos y recibimos de manera particular en los sacramentos y de manera
especial de la eucaristía. El Cuerpo y
la Sangre del Señor, son el banquete, aquí en la tierra, que nos mantiene
dispuestos para la participación del banquete del cielo.