Mons. Daniel Francisco Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
La Palabra de Dios de este XXVI
domingo del Tiempo Ordinario nos recuerda cómo Dios realiza obras maravillosas
en el corazón del creyente que, con humildad, hace un camino de conversión y es
capaz de reconocer su error, de arrepentirse y de buscar corregir sus acciones.
En la primera lectura, el Señor,
por medio del profeta Ezequiel, revela una verdad importantísima sobre el modo
su modo de tratar a aquellos que han cometido una falta, al indicar que el pecador:
«si recapacita y se aparta de sus pecados
vivirá». Esta afirmación vuelve a
recordarnos, como el domingo anterior, que la justicia de Dios no se basa en
los merecimientos, sino en el amor y la misericordia.
El profeta, que tiene la misión
de transmitir el mensaje de Dios, deja claro que el Señor es misericordioso y
paciente, ve el corazón del ser humano y siempre está esperando que su conciencia
vaya madurando y pueda reconocer el bien del mal y de este modo pueda escoger
el bien. Incluso cuando en algún momento
haya cometido pecado, haya hecho opción por la maldad, Dios espera el
arrepentimiento, la conversión, es decir, esa capacidad del ser humano de volver
su mirada a sí mismo (eso que llamamos conversión) y reconocer que necesita un
cambio.
Así nos lo ha recordado el papa
Francisco al afirmar «Dios es paciente con cada uno de nosotros:
no se cansa, no desiste después de nuestro ?no?; nos deja libres también de
alejarnos de Él y de equivocarnos. ¡Pensar en la paciencia de Dios es
maravilloso! Cómo el Señor nos espera siempre; siempre junto a nosotros para
ayudarnos; pero respeta nuestra libertad.
Y espera ansiosamente nuestro ?sí?, para acogernos nuevamente entre sus
brazos paternos y colmarnos de su misericordia sin límites» (27.09.2020),
Esto mismo es lo que va a enseñar
Cristo en el texto evangélico. La
parábola narrada por Jesús muestra el amor del Padre que llama y que espera,
recibe el no de uno de sus hijos, pero este mismo hijo se arrepiente y cambia
su no por un sí y de esta manera hace la voluntad del padre. La ley
escrita en el corazón del ser humano, eso que llamamos consciencia, le ha
permitido, a este joven, descubrir su pecado y lo ha empujado al
arrepentimiento, para acudir al llamado del Padre.
Tanto la lectura del profeta
Ezequiel como la parábola del Evangelio nos muestran una contraposición con
aquellos que son considerados buenos y justos, es decir, los que conocen los
mandamientos y dicen cumplirlos. En
ambos casos estos, que eran considerados justos, no viven ni cumplen lo que
conocen y profesan, existe en ellos una incoherencia entre su fe y su vida.
Por esto, en este caminar del
arrepentimiento y la conversión se hace indispensable una virtud cristiana: la virtud de la humildad.
La humildad es esa virtud «remueve los impedimentos de la vida divina en el hombre, que
son la soberbia y la vanagloria que obstaculizan la gracia» (Santo Tomás de
Aquino, Suma Teológica 2-2 161, 5), por tanto, como nos enseña Santo
Tomás de Aquino, la humildad nos ayuda a vencer la soberbia, es decir el pecado
de creernos buenos, mejores o superiores que los demás, es ese pecado que
recuerda el pecado original, porque nos hace querer ser como Dios y por tanto
nos hace creer que no necesitamos conversión.
La humildad nos hace poner los
pies en el suelo, nos hace darnos cuenta lo limitados que somos, los errores
que cometemos y lo pequeños que somos ante la grandeza y la omnipotencia de
Dios. La humildad nos hace reconocernos
imperfectos, que fallamos constantemente y que necesitamos de la gracia de
Dios, de su fuerza, de su paciencia y de su amor, para tener constancia en el
camino de conversión, en el deseo de arrepentirnos cada vez que fallamos y en
la docilidad para dejarnos moldear por Él.
La diferencia entre los
personajes de la parábola evangélica radica precisamente en la humildad, el que
dice sí, pero no actúa como debe, le falta esta virtud, se considera a sí mismo
bueno, sin necesidad de arrepentimiento y conversión, el otro, el que dice no,
tiene la capacidad de reconocer humildemente su error y cambiar su forma de
actuar. Ninguno de los dos es perfecto,
pero uno de ellos, con humildad, lo reconoce y eso le permite mejorar, eso es
lo que llamamos conversión.
Cada persona humana, responde a
Dios, como los hijos de la parábola, porque todos hacemos una búsqueda
constante de realización y felicidad, pero muchas dejamos que sea la soberbia
quien dirija esta respuesta y por tanto que dirija nuestras vidas, decisiones y
acciones. Pero hoy la palabra nos enseña
y nos recuerda que la verdadera felicidad la encontramos en reconocernos tal
como somos, reconocernos necesitados de Dios, con humildad reconocer nuestros
errores y responder al llamado que Él, como Padre amoroso nos hace, para vivir
con Él y actuar como Él, el humilde por excelencia.
Ese es el llamado que hace San Pablo
en la segunda lectura: «sean humildes,
cada uno considere a los demás como superiores a sí mismo». Esa debe ser la actitud del cristiano, porque
es la actitud de Cristo, que se humilló a
sí mismo, pasando por uno de tantos, por eso Dios lo levantó sobre todo y le
concedió el nombre sobre todo nombre.
Pidámosle al Señor, que junto a
la instrucción de su Palabra y la fuerza de su cuerpo y su sangre, nos regale a
todos la virtud de la humildad, para reconocernos necesitados de la
omnipotencia de Dios que como hemos dicho en la Oración Colecta, se traduce en perdón,
paciencia y amor misericordioso de Padre.