La Liturgia de la Palabra de este Domingo XXIV del Tiempo Ordinario nos presenta nuevamente el capítulo 18 del evangelio de Mateo, en el cual encontramos el discurso eclesial o discurso comunitario de Jesús que iniciamos su lectura la semana anterior.
En este discurso Jesús presenta la enseñanza cristiana sobre cómo debemos vivir en nuestras comunidades y cómo deben ser las relaciones humanas en nuestros grupos de Iglesia, donde todos somos tan distintos.
Esta enseñanza de vida comunitaria será el testimonio coherente de la fe y el modo para poder cumplir con el deseo que Cristo expresa en la oración sacerdotal: «que sean uno para que el mundo crea» (Jn. 17, 23).
Asimismo la vida comunitaria, tal y como la quiere Jesús, será el testimonio para atraer a los no creyentes; como decía Tertuliano en el siglo II sobre las primitivas comunidades cristianas: «mirad como se aman». El testimonio de amor mutuo, fraternidad y solidaridad de estas comunidades permitió que se dieran muchas conversiones.
Además de la enseñanza acerca de la corrección fraterna, sobre la cual nos instruía la Palabra el Domingo anterior, Jesús nos presenta hoy, en este discurso eclesial, el tema del perdón como elemento imprescindible en las relaciones humanas de nuestras comunidades cristianas.
Ante la pregunta de Pedro sobre la cantidad de veces que debemos perdonar, Cristo responde con la simbología numérica del 70 veces 7, lo que significa que el cristiano debe perdonar siempre.
Y para explicar esto, Jesús presenta una parábola "conocida por todos" sobre un rey que va a ajustar cuentas con sus deudores. Uno de ellos tenía una deuda impagable, el pasaje evangélico habla literalmente de 10 mil talentos, lo que equivalía aproximadamente a 100 millones de días de trabajo? claramente ésta era una deuda impagable, pero el rey, siente compasión de aquel hombre y le perdona la deuda.
Pero este hombre, al que le han perdonado una deuda tan grande e imposible de pagar, se encuentra con uno que le debe 100 denarios, más o menos, cien jornadas de trabajo y éste no es capaz de perdonarlo, sino que lo mete en la cárcel hasta que le pague la deuda.
El rey al enterarse de aquella situación, no comprende por qué aquel hombre no se compadece de su compañero después de haber recibido el perdón de su deuda, es decir, después de haber hecho, él mismo, experiencia de una misericordia y de una compasión mucho más grande. Por esto el rey indignado decide cobrar la deuda y meter a este hombre a la cárcel.
La premisa sobre el perdón que Jesús presenta con esta parábola es precisamente cuánto Dios nos ha perdonado y cuánto Dios se ha compadecido de cada uno de nosotros. Por tanto el perdón y la compasión de Dios deben ser la medida con la cual nosotros tenemos que perdonar al hermano. No perdonamos según el daño que nos han hecho, sino que perdonamos según cuánto Dios nos ha perdonado y según cuánto Dios ha sido compasivo con nosotros.
La primera lectura del libro del Eclesiástico, recuerda al creyente que la sabiduría es el cumplimiento fiel de los mandamientos, principalmente el cumplimiento del mandamiento del amor a Dios y al hermano. Por esto, esta primera lectura nos recuerda que la sabiduría debe traducirse en la capacidad de perdonar las ofensas, de ser compasivo con el prójimo, de dejar de odiar y vivir según la voluntad de Dios. El autor sagrado nos indica que hay que acordarse de cuál es nuestra meta, hacia dónde nos encaminamos y si realmente queremos llegar a esa vida, que es la definitiva.
Igualmente Pablo, en la segunda lectura, hace ese llamado a recordar cuál es nuestra razón de ser, «Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Por lo tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor». Nuestra vida tiene sentido cuando estamos claros que somos peregrinos y que caminamos hacia el encuentro con Dios.
Ese encuentro con Dios en la eternidad, del que nos hablan las lecturas, pasa, necesariamente, por esa capacidad de perdón que el creyente debe tener; así lo decía Jesús al final del evangelio al afirmar «lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano», refiriéndose al castigo del deudor que no fue capaz de perdonar, un castigo que es eterno, porque aquella deuda era imposible de pagar.
El signo más grande y más concreto del perdón es precisamente el que Dios nos haya hecho herederos de su misma vida con su muerte en la Cruz y su resurrección gloriosa, a pesar de nuestras limitaciones e infidelidades, a pesar de lo impagable que es la deuda de nuestros pecados, por eso Él espera de nosotros esa capacidad de perdonar y de ser compasivos, como Él lo ha sido con nosotros. Al respecto nos dice el papa Francisco: «La parábola de hoy nos ayuda a comprender plenamente el significado de esa frase que recitamos en la oración del Padre nuestro: ?Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores? (Mt 6, 12). Estas palabras contienen una verdad decisiva. No podemos pretender para nosotros el perdón de Dios, si nosotros, a nuestra vez, no concedemos el perdón a nuestro prójimo. Es una condición: piensa en el final, en el perdón de Dios, y deja ya de odiar; echa el rencor, esa molesta mosca que vuelve y regresa. Si no nos esforzamos por perdonar y amar, tampoco seremos perdonados ni amados» (13.09.2020).
Capacidad que es sobrenatural, porque es regalo de la misericordia de Dios que inunda nuestra vida con la gracia sacramental, que experimentamos principalmente en la Reconciliación, que nos perdona los pecados, y en la Eucaristía que nos alimenta y nos da la fuerza para amar y perdonar.
Por tanto, pidamos a Dios que no dejemos nunca de hacer experiencia de su perdón y de recordar las muchas veces que Él ha sido compasivo con nosotros, para que en nuestras relaciones con los hermanos, en nuestras comunidades, nuestras familias, nuestros ambientes laborales y académicos, podamos vivir ese perdón también con el prójimo. Y viviendo así en nuestra vida peregrina, demos testimonio de la fe y recibamos el premio de la compasión y de la misericordia divina en el Cielo.