Mons. Daniel Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Este
domingo celebramos la Fiesta de la Transfiguración del Señor. Cada 6 de agosto, la Liturgia de la Iglesia,
nos hace recordar este acontecimiento de la vida de Cristo, para que la
meditación de este hecho, tan importante en la vida de Jesús, nos ayude en
nuestro caminar de fe, así como impulsó el camino de los apóstoles que fueron
testigos de esta extraordinaria manifestación de Dios.
Los
evangelios, indican que el evento grandioso de la transfiguración se dio una
semana después de una jornada, también muy importante en la vida de Jesús; el
día en que los discípulos, en la persona de Pedro, profesaron con fe que Jesús
era el Mesías, día también, en que Jesús, después de esta profesión de fe de
sus discípulos, anunció por primera vez el acontecimiento de su pasión, cruz y
muerte.
Este
anuncio confunde y llena de dudas a los discípulos, que no comprendían cómo se podía
armonizar el mesianismo de Jesús con el fracaso y el escándalo de la cruz.
El
Señor, por tanto, en un monte alto, muestra su gloria a tres de sus apóstoles, confirmándose
así el mesianismo que ellos habían profesado, cuando desde la nube luminosa,
signo de la presencia del Padre, se indica que Jesús es el Hijo de Dios, tal y
como lo había confesado Pedro, y que su muerte y resurrección son el
cumplimiento de la Ley y los Profetas, representados por Moisés y Elías.
El
modo en que los evangelios presentan a Jesús, durante el momento de la
transfiguración, recuerda a la visión del Hijo del Hombre, que el
profeta Daniel contempla y que muestra a este hijo de hombre, entre las nubes
del cielo y que recibe la soberanía, la gloria y el reino, teniendo un poder eterno
en un reino que jamás será destruido.
Esta
visión de la Gloria de Dios, llena de esperanza al pueblo de Israel que vive la
invasión del imperio griego y que con Antíoco IV Epífanes, ha sufrido uno de
los momentos más duros de su historia, momento llamado por el mismo profeta la Abominación
de la Desolación, pero este momento no marca el final del pueblo elegido,
porque Dios, siempre muestra su gloria, liberándolos de aquella opresión y
prometiendo un reino que no tendrá fin.
Pero,
esta visión que nos ha presentado la primera lectura, también ha sido
entendida, como una figura de Cristo, el auténtico Mesías Salvador y el
verdadero Hijo del Hombre, que une los sufrimientos del pueblo a su misma vida,
por medio del acontecimiento de la Cruz, para llenar, a este pueblo, de Gloria,
al hacerlo partícipe de su Resurrección.
Así
había querido recordarlo San Pablo VI, al preparar la alocución que iba a
pronunciar, el día que falleció, precisamente el día de la fiesta de la
Transfiguración del año 1978, escribió el papa:
«En
la cima del Tabor, durante unos instantes, Cristo levanta el velo que oculta el
resplandor de su divinidad y se manifiesta a los testigos elegidos como es
realmente, el Hijo de Dios. «el esplendor de la gloria del Padre y la imagen de
su substancia» (cf. Heb. 1, 5); pero al mismo
tiempo desvela el destino trascendente de nuestra naturaleza humana que Él ha
tomado para salvarnos, destinada también ésta (por haber sido redimida por su
sacrificio de amor irrevocable) a participar en la plenitud de la vida, en la
«herencia de los santos en la luz» (Col. 1, 12)» (06.08.1978).
Cristo,
por tanto, por medio de este acontecimiento, afirma que el camino del verdadero
mesianismo, ciertamente conduce a la plenitud de la Gloria, pero es un camino
que pasa por la Cruz, por tanto, la gloria del Tabor no es posible con el
sacrificio del Gólgota.
Por
esta razón, Jesús, inmediatamente después de la transfiguración y, todavía
estando los apóstoles extasiados de la gloria que habían contemplado, les
indica que deben levantarse y sin temor bajar del monte y continuar su camino?
un camino que lleva a la cruz de su maestro y que los impulsará a dar
testimonio de todo lo que habían visto y oído.
En
efecto, el mismo apóstol Pedro, en la segunda lectura, recuerda que esta
grandeza revelada por Cristo, y de la que ellos fueron testigos, no podían
quedársela para sí mismos, sino que la dieron a conocer y que la Iglesia debe
seguir comunicándola hasta el final de los tiempos.
En
la vida de la Iglesia, el Señor nos sigue mostrando esa gloria, de manera
particular en la celebración del Eucaristía, cuando en las especies
consagradas, contemplamos la actualización del sacrificio de la Cruz y
participamos del banquete festivo de su Resurrección.
Por
tanto, hoy la Iglesia sigue teniendo el compromiso de testimoniar la verdad de
Jesucristo, Mesías-Salvador, es decir, anunciar que Jesús es el cumplimiento de
toda la Ley y los Profetas, es el Mesías esperado, el que trae salvación,
libertad, plenitud y gloria para su pueblo, pero lo hace pasando por el
patíbulo de la Cruz, donde queda cancelada la deuda de nuestros pecados (Col.
2, 14) y así, por su misericordia, podamos gozar de su misma gloria.
Así
lo afirmaba San Juan Pablo II: «A nosotros, peregrinos en
la tierra, se nos concede gozar de la compañía del Señor transfigurado, cuando
nos sumergimos en las cosas del cielo, mediante la oración y la celebración de
los misterios divinos. Pero, como los discípulos, también nosotros debemos
descender del Tabor a la existencia diaria, donde los acontecimientos de los
hombres interpelan nuestra fe. En el monte hemos visto; en los caminos de la
vida se nos pide proclamar incansablemente el Evangelio, que ilumina los pasos
de los creyentes» (06.08.1999).