Mons. Daniel Blanco, XVI Domingo del Tiempo Ordinario
La semana pasada iniciamos la lectura del capítulo décimo tercero del evangelio de San Mateo y con ello iniciamos también la escucha del tercer gran discurso que San Mateo pone en boca de Jesús: El discurso en parábolas.
Lleva este nombre, porque Cristo nos relata distintas parábolas relacionadas con el Reino de los Cielos y lo hace utilizando elementos de la cultura agrícola para que se puedan contemplar en los elementos cotidianos la grandeza del actuar de Dios en la historia de la humanidad.
Este domingo se nos presentan concretamente tres parábolas: la del trigo y la cizaña, la del grano de mostaza y la de la levadura.
En el conjunto de toda la palabra proclamada este domingo, la parábola del trigo y la cizaña nos hace ver claramente lo que se ha repetido en el Salmo 85: «El Señor es bueno y clemente».
Esto es así, porque cuando se piensa que lo más sencillo es cortar la cizaña antes del momento de recoger el trigo, el dueño del campo indica lo contrario, dice que la cizaña debe crecer junto al trigo y será al final, cuando se recoja el trigo, que se separará la cizaña y se echará al fuego. El dueño del campo tiene claro que al ser ambas plantas tan similares, arrancar la cizaña antes de que el trigo madure y las espigas tengan grano, se correría el riesgo de arrancar incluso el trigo, por lo que llama a la paciencia y a tomar la decisión una vez que esté claro cuál dio fruto y cuál no.
El libro de la Sabiduría en la primera lectura explica esto haciendo una hermosa afirmación sobre Dios al decir que el Señor «ha llenado a sus hijos de una dulce esperanza, ya que al pecador le das tiempo para que se arrepienta».
La parábola del trigo y la cizaña, por tanto, muestra al Dios bueno y clemente que tiene paciencia de cada uno de sus hijos, que espera hasta el último momento para ver si ha habido conversión y si ha dado algún fruto. El Reino se parece a ese campo, precisamente porque es Dios, como el amo de la parábola, el que paciente y constantemente espera la conversión de quienes formamos parte de ese campo y espera, así mismo, que haya al menos un fruto bueno que dé sentido a su clemencia, a su paciencia y al regalo de su salvación.
Las otras dos parábolas, entre ellas, son similares en su significado, tanto el grano de mostaza como la levadura son elementos de tamaño pequeño pero que logran con el tiempo convertirse en objetos de gran tamaño y con mucha vitalidad.
El grano de mostaza se convierte en un gran arbusto, donde incluso las aves pueden anidar y la levadura hace crecer la masa para hacer el pan que servirá de alimento.
Estas dos parábolas tienen que ver con lo que podemos hacer quienes somos llamados a colaborar en la instauración del Reino. Es claro que ningún ser humano, debido a nuestra limitación e incluso debido nuestro pecado, puede proporcionar grandes cosas en la construcción del Reino, pero eso nunca debe desalentarnos, el Señor nos asegura, que eso que damos, aunque sea pequeño como el grano de mostaza o como la levadura, permitirá que el Reino vaya creciendo y se vaya entretejiendo en la estructura del mundo donde cada uno de nosotros nos desenvolvemos cotidianamente, hasta lograr transformarlo, para bien de todos.
Y esto es así, no porque seamos los responsables primeros de hacer crecer el Reino, sino porque así como es misterioso el crecimiento de la semilla de mostaza y misteriosa la reacción que hace crecer la masa con la levadura, es misterioso el actuar de Dios que de lo pequeño que nosotros podemos aportar, es capaz de hacer grandes maravillas.
El Reino lo construye el Dios clemente, paciente y misericordioso, lo construye con la pequeñez de nuestros aportes, que aunque puedan parecer mínimos como una semilla de mostaza, en las manos del Señor darán fruto abundante, crecerá al punto de dar vida y de alimentar, convirtiéndonos a cada uno de nosotros en protagonistas de la Historia de la Salvación.
¿Qué enseñanza nos deja esta palabra para nuestra vida cotidiana?
Precisamente que es tarea de todo cristiano poner nuestro «grano de mostaza» al servicio del Reino, es decir nuestros carismas, nuestros dones, nuestro trabajo -aunque parezca poco- al servicio de Dios y de los hermanos, como servidores fieles y perseverantes en el cumplimiento de los mandatos del Señor, como lo pedíamos en la oración colecta.
Y confiar en que desde la pequeñez de nuestro aporte el Señor hará maravillas en bien de la instauración de su Reino, es decir, de las acciones amorosas de Dios que lo transforman todo.
Así nos lo ha enseñado el papa Francisco: «De estas parábolas nos llega una enseñanza importante: el Reino de Dios requiere nuestra colaboración, pero es, sobre todo, iniciativa y don del Señor. Nuestra débil obra, aparentemente pequeña frente a la complejidad de los problemas del mundo, si se la sitúa en la obra de Dios no tiene miedo de las dificultades. La victoria del Señor es segura: su amor hará brotar y hará crecer cada semilla de bien presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y a la esperanza, a pesar de los dramas, las injusticias y los sufrimientos que encontramos. La semilla del bien y de la paz germina y se desarrolla, porque el amor misericordioso de Dios hace que madure» (14.06.2015).