En este Domingo XV del Tiempo Ordinario las lecturas que nos presenta la Liturgia de la Palabra nos llevan a meditar sobre la grandeza de la Palabra de Dios, esa palabra que la carta a los hebreos nos dice que es viva y eficaz, escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. (Hb. 4, 12).
Tanto el profeta Isaías en la Primera Lectura, como la parábola que Jesús nos relata en el evangelio de San Mateo, y que conocemos como la parábola del sembrador, indican que la Palabra es pronunciada por la boca del mismo Dios y que es capaz de transformar la vida del ser humano.
Ambas lecturas comparan la Palabra con elementos del campo, Isaías en la Primera Lectura lo hace con la lluvia y con la nieve que empapan y fecundan la tierra y Jesús en el Evangelio compara la Palabra con la semilla que germinará y dará frutos según la tierra donde el sembrador la disperse.
En ese modo pedagógico con que Dios se revela, primero por medio de los profetas y luego por medio de su propio Hijo, nos manifiesta que su Palabra, expresada a lo largo de la Historia de la Salvación, tiene fuerza creadora (en el Génesis Dios lo ha creado todo por medio de su palabra) y asimismo esta Palabra tiene fuerza transformadora (Cristo, con sólo su palabra puede transformar la vida de la persona humana «quiero, queda limpio, levántate y anda, etc.»), por esto, esa Palabra siempre está destinada a crear y a transformar a quien la recibe y logra también que esa transformación le haga dar fruto en la construcción del Reino.
El profeta Isaías dice claramente que la Palabra no volverá a Dios sin antes haber realizado su misión, pero esa misión se realiza en el corazón de cada ser humano que recibe la Palabra. Y ante esa verdad, en este camino pedagógico con el cual Dios se revela, Jesucristo nos dice, en su parábola, que la Palabra, como una semilla, podrá cumplir con su misión, es decir dar fruto, según la tierra en que esta semilla caiga, «hay quien escucha superficialmente la Palabra pero no la acoge; hay quien la acoge en un primer momento pero no tiene constancia y lo pierde todo; hay quien queda abrumado por las preocupaciones y seducciones del mundo; y hay quien escucha de manera receptiva como la tierra buena: aquí la Palabra da fruto en abundancia». (Benedicto XVI, 10.07.2011).
Este modo de actuar de Dios, es signo claro del amor con que Él se relaciona con nosotros sus hijos. Los últimos pontífices, explicando esta parábola, nos dan enseñanzas similares, el recordado papa Benedicto XVI ha dicho que esta parábola muestra «un amor tal, que Dios no nos obliga a creer en él, sino que nos atrae hacia sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: de hecho, el amor respeta siempre la libertad» (10.07.2011) y el papa Francisco indica «El sembrador es Jesús, Él se presenta como uno que no se impone, sino que se propone; no nos atrae conquistándonos, sino donándose» (16.07.2017).
Cristo es el sembrador, él esparce la semilla, anuncia el Reino, cumple con la misión encomendada por el Padre, pero respeta la libertad, propone su mensaje y enseña con su ejemplo. Ciertamente él esparce la semilla esperando un corazón, como la tierra buena de la parábola, que reciba la Palabra, la acoja, la viva, que transforme a quien la ha recibido a tal punto que su vida dé abundantes frutos de buenas obras.
Por tanto, para quienes, en la libertad de hijos, nos decimos cristianos, seguidores de Cristo y de su mensaje, incluso talvez, nos podemos presentar como conocedores de su Palabra, el mensaje de este domingo, nos hace preguntarnos sobre cómo recibe esta Palabra nuestro corazón, que clase de terreno encuentra el Señor al esparcir la semilla en nuestra vida.
Con humildad debemos reconocer que no siempre nuestro corazón es un terreno bueno, habrá distintos elementos que la parábola ha presentado como obstáculo, puede haber partes pedregosas, es decir, que en situaciones difíciles decaemos en la fe y la palabra no puede hacer su misión, o puede haber espinas y zarzas, es decir muchos elementos externos que nos entretienen y apartan de Dios.
Son tantas las dificultades que hemos tenido que enfrentar que corremos el riesgo de desesperarnos y abrumarnos y no dejar actuar a Dios en nuestra vida y nuestra historia.
La parábola nos dice que el sembrador es Cristo; y uno que tiene el oficio de sembrador también tiene la labor de preparar y cuidar la tierra, dejemos entonces que Cristo no sólo esparza la semilla, sino dejemos también que Él prepare nuestro corazón, presentémosle aquello que sabemos no deja que su Palabra cumpla su misión de dar fruto, que él quite todo aquello que nos abruma, todo aquello que hace decaer nuestra fe, que su Palabra que crea y transforma, recree y transforme nuestros corazones, para que den fruto abundante y como sus discípulos, colaboremos con Él en la construcción de su Reino y así cumplamos lo que el nombre de cristianos nos implica, como lo hemos pedido en la oración colecta.