Mons. Daniel Blanco Méndez, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de San José
Continuamos escuchando el discurso
misionero del capítulo décimo del Evangelio de San Mateo, en el cual Cristo al enviar
a sus discípulos a anunciar el Reino, les indica cómo deben llevar adelante
esta misión.
Ya la semana pasada, se Jesús ha
manifestado que la misión, vivida en coherencia y radicalidad, implica persecución
y sufrimiento.
Siguiendo con esta lógica, hoy
Jesús afirma que quien no toma la cruz, no puede ser su discípulo, indicando
así que la cruz debe ser parte de la vida de todo aquel que sea cristiano,
porque es el modo de identificarse y hacerse uno con Él.
Por tanto, este domingo, el
discurso misionero de Cristo también nos recuerda la radicalidad evangélica que
debe vivir el apóstol y por tanto todo aquel que se diga cristiano. Esa radicalidad implica dar a Dios el lugar
que corresponde y amarlo sobre todo y sobre todos. Un llamado exigente, pero también un llamado
realista: sólo aquel que tiene a Dios
como su todo dará fruto abundante.
El mensaje que Cristo ha dirigido
a los apóstoles es el llamado a una vocación específica, porque implica dejarlo
todo por Cristo, incluso a su familia más cercana. Un llamado que sigue siendo actual en algunas
vocaciones dentro de la Iglesia, especialmente en el campo de la misión, cuando
se deja tierra, casa y familia para ir a anunciar el evangelio.
Pero el llamado a la radicalidad
en la vivencia de la fe, donde el Señor ocupe el primer lugar en nuestras
vidas, es vocación de todo bautizado, es el camino que nos lleva a la
santidad. Porque amar a Dios sobre todo y
sobre es lo que hará de nosotros mejores cristianos y mejores personas.
Esto es así, porque el cristiano que
ama a Dios de esa manera, escuchará su palabra y hará su voluntad, y por tanto
llevará a buen término su vocación, sea en la vida consagrada, en la vida
matrimonial y familiar, en la vida profesional, siendo un excelente conyugue, un
excelente padre o madre de familia, un trabajador honesto, en síntesis, una
excelente persona humana.
Porque amar a Dios sobre todo, no
nos hace amar menos al hermano, al contrario, nos hace amarlo aún mejor, porque
nos hace ver en cada uno de aquellos que son nuestro prójimo el mismo rostro de
Cristo.
Y esto nos permite comprender el
otro llamado que Cristo nos hace en este mensaje misionero que nos presenta hoy
el evangelio: La hospitalidad con el
otro, con el prójimo, con el extraño.
El profeta Eliseo nos muestra cómo
Dios recompensa a quien es hospitalario con el forastero. La lectura del segundo libro de los Reyes,
relata que el profeta Eliseo era el enviado de Dios y aquellos esposos le brindaron
hospitalidad al profeta, aun siendo un desconocido para ellos. Esta acción se ve recompensada, porque a
pesar de su esterilidad, Dios concede a esta pareja el regalo de procrear un
hijo.
Cristo, en el evangelio, habla de
la hospitalidad con sus discípulos, con sus enviados. Recibir a su enviado es recibirlo a él mismo
y eso traerá recompensa. Esa recompensa
es la salvación dada por Cristo en la cruz, como nos lo recordaba San Pablo en
la segunda lectura.
Recibir al extraño, viendo en
ellos al enviado de Cristo, más aún, viendo en ellos al mismo Cristo. Es un llamado que se hace actual y
urgente. ¿Cuántos «extraños» necesitan
ser acogidos hoy?
En medio de la crisis social en
tantas partes del mundo, que se recrudeció con la pandemia, contemplamos a
grupos de hermanos, que siendo más vulnerables por la situación económica,
social y política en sus países, deben salir de su tierra y ser «extraños», ser
«forasteros», necesitados de nuestra cercanía y compasión.
Hoy el Señor nos vuelve a
recordar que en el rostro de estos «extraños», «extranjeros», «migrantes»,
debemos ver "también hoy" el mismo rostro de Cristo.
Por tanto, no puede existir en
ninguno que se diga cristiano ni un ápice de xenofobia que haga excluir,
rechazar, insultar o agredir a un hermano que está sufriendo, que es vulnerable,
simplemente porque es «forastero». Eso
no puede pasar precisamente porque en ellos nos encontramos no sólo a un
hermano nuestro, sino que en ellos encontramos a Cristo mismo que nos visita y
que espera que lo acojamos.
Dios nos dé la gracia a todos
nosotros, cristianos, de vivir radicalmente nuestro seguimiento de Cristo siendo
cercanos a los hermanos que necesitan de nuestra hospitalidad, siendo
compasivos con el hermano que está sufriendo y viendo en cada rostro, no el
rostro de un extraño, sino el mismo rostro de Jesús que nos dice «fui forastero y me hospedaste» (Mt. 25,
43), porque «Estas palabras resuenan como una exhortación constante a
reconocer en el migrante no sólo un hermano o una hermana en dificultad, sino a
Cristo mismo que llama a nuestra puerta» (11.05.2023), tal y como nos ha dicho el papa
Francisco en su último mensaje para la Jornada del Migrante y el Refugiado.