Mons. Daniel Blanco Méndez, Obispo auxiliar Arquidiócesis de San José
Este Domingo, celebramos con toda la Iglesia, la solemnidad de Pentecostés, con la cual concluimos la cincuentena pascual.
En esta fiesta la Iglesia celebra el cumplimiento de la promesa de Cristo de enviar el Espíritu Santo, que es la presencia de Dios que acompaña, guía y protege a la Iglesia.
De forma pedagógica el libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice que el envío del Espíritu Santo se da cincuenta días después de la Pascua, mientras la comunidad apostólica celebraba la fiesta judía de Pentecostés (digo que en forma pedagógica porque San Juan presenta el envío del Espíritu el mismo día de la Resurrección, como lo hemos escuchado en el Evangelio).
Así como la Pascua de los judíos hace referencia a la salida del Pueblo Elegido de la esclavitud en Egipto, la fiesta de Pentecostés hace referencia a la Alianza sellada con YHWH en el desierto, al ser entregadas a Moisés las tablas de la ley. Esa era la fiesta que en ese momento estaba celebrando la comunidad apostólica reunida en el cenáculo.
El libro de los Hechos de los Apóstoles narra elementos extraordinarios, ruido, viento fuerte, lenguas de fuego; elementos similares a los que se dan en el Sinaí cuando YHWH entrega la ley a Moisés. Pero también narra otros acontecimientos distintos a los del Sinaí, pero igualmente extraordinarios, la transformación de los apóstoles que pierden los temores y salen valientemente a predicar y el don de lenguas que permite a todos los presentes en Jerusalén escuchar en su propio idioma la predicación de los apóstoles.
Por tanto, Pentecostés ya no celebra la ley escrita en piedra y que configura el pueblo de Dios, como el pueblo de la Alianza, sino que celebra el Espíritu Santo que escribe la ley del amor en el corazón del creyente (cfr. Rom. 2,15) y que configura al nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia, como el Pueblo de la Nueva Alianza sellada por Cristo en la Cruz y ratificada por el don del Espíritu.
Estos signos extraordinarios y estos dones suscitados por el Espíritu Santo aquel día de Pentecostés nos dejan claro el modo cómo Dios actúa en medio de aquella Iglesia naciente y también el modo cómo ha actuado a lo largo de estos dos mil años de vida eclesial:
· Primero, Pentecostés nos recuerda que Dios siempre cumple sus promesas. Cristo ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo y también ha dicho que nos convenía su partida para que fuera enviado el Paráclito. Esto es más que patente en la solemnidad que celebramos, ¿qué hubiera sido de la Iglesia si no fuera guiada y protegida por el Espíritu y hubiese quedado a merced de la limitación humana?
· Pentecostés también nos recuerda que Dios acompaña y guía a la Iglesia con el don del Espíritu, para que aquello que Él mismo ha pedido a la Iglesia realizar, se logre con los carismas dados por el paráclito, es decir, el compromiso dado a la Iglesia Apostólica de anunciar a Cristo; su mensaje, su doctrina, sus gestos milagrosos, el regalo de su salvación, se ha podido realizar gracias al don del Espíritu Santo.
Aquellos apóstoles temerosos, escondidos, sin estudios y sin grandes conocimientos serán los que armados, únicamente, con la fuerza del Espíritu darán fundamento, con su vida y su predicación, a la Iglesia de Cristo.
· Por último, es importante recordar que el Espíritu actúa en la Iglesia con innumerables y distintos carismas, como lo recordaba Pablo en la segunda lectura. Carismas distintos en cada persona, pero que permiten que todos esos dones suscitados por el Espíritu se pongan al servicio del bien común, para el bien de todos y para la construcción de la unidad de todos los que creemos en Cristo.
Nos enseña al respecto el papa Francisco "el mismo Espíritu crea la diversidad y la unidad y de esta manera plasma un pueblo nuevo, variado y unido: la Iglesia universal. En primer lugar, con imaginación e imprevisibilidad, crea la diversidad; en todas las épocas en efecto hace que florezcan carismas nuevos y variados. A continuación, el mismo Espíritu realiza la unidad: junta, reúne, recompone la armonía: «Reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí» (Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de Juan, XI, 11). De tal manera que se dé la unidad verdadera, aquella según Dios, que no es uniformidad, sino unidad en la diferencia" (04.06.2017)
Por tanto, el compromiso de todos los cristianos al llegar al final de las celebraciones pascuales, es que haya en todos nosotros apertura de corazón para dejar actuar al Espíritu Santo que todos hemos recibido en el bautismo y, que este Espíritu, como hemos pedido en la Oración Colecta, siga realizando las maravillas que suscitó al inicio de la predicación evangélica, es decir que cada uno de nosotros ponga empeño desde nuestra propia vocación para que se siga anunciado con valentía el mensaje de Cristo, aunque este mensaje no sea popular.
Que sigamos trabajando por la unidad de los creyentes, poniendo la diversidad de carismas al servicio del bien y nunca para crear distancias y separaciones. Y que sigamos confiando en la protección y guía del Espíritu Santo que ha escrito su ley en nuestros corazones y que acompaña nuestra vida y la vida de la Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios, en nuestro peregrinar a la morada eterna que Cristo Resucitado nos ha regalado con el acontecimiento pascual.