Mons. Daniel Blanco, VII Domingo de Pascua
El VII Domingo de Pascua, celebramos en nuestro país la Solemnidad de la Ascensión del Señor.
Esta fiesta tiene su fundamento en el libro de los Hechos de los Apóstoles que, en la primera lectura, ha relatado cómo el Resucitado se presentó a sus apóstoles durante cuarenta días y luego subió a los cielos.
La Ascensión del Señor es una verdad fundamental de nuestra fe, por eso ha quedado plasmada tanto en el símbolo apostólico como en el credo niceno-constantinopolitano que profesamos cada Domingo.
La fe cristiana profesa que Cristo resucitado ha subido al cielo y que su cuerpo glorificado, el mismo que se presentó después de la resurrección a sus apóstoles, el mismo que caminó y comió junto a los discípulos de Emaús, el mismo que cocinó pan y pescado a la orilla el lago de Galilea, ese mismo cuerpo entró en la eternidad del cielo.
Jesucristo, Dios y hombre, hace que la humanidad glorificada entre en la Gloria de Dios. Así lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica al afirmar que «la ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios [?] Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente (CEC 665-666).
Por esto, durante toda la pascua hemos recordado que el bautismo nos ha incorporado a la misma vida de Cristo y que en la humanidad glorificada del resucitado, toda la humanidad ha recibido el don de poder participar de esa misma gloria. Esa convicción nos ha hecho pedir en la Oración Colecta, que donde está Cristo, que es nuestra cabeza, estemos también nosotros que somos su cuerpo.
Creemos verdaderamente en la resurrección de la carne y en la vida futura, es decir, estamos convencidos que nuestros cuerpos, al final de los tiempos, serán glorificados como el Jesucristo y que participarán de la vida del cielo. Esta verdad de nuestra fe, se sustenta también con otro dogma, el de la Asunción de María, ya que la Santísima Virgen, vive ya, como primicia de todos los redimidos, la perfección en cuerpo y alma y esto es una promesa que todos nosotros que, en esperanza, aguardamos vivir y poseer.
Finalmente, en esta solemnidad, se nos recuerda, una vez más el compromiso bautismal de ser testigos del resucitado. Ciertamente, la grandeza del misterio celebrado, nos hace mirar el cielo, como los apóstoles que contemplan el momento en que Cristo sube a los cielos. Pero también, la Palabra proclamada, nos indica como inmediatamente, se le recuerda a los apóstoles, que deben continuar su peregrinar por este mundo y por tanto deben mantener sus pies bien puestos en el suelo, «¿qué hacen hay plantados mirando el cielo?» les dice el ángel en la primera lectura, porque los apóstoles deben cumplir con el mandato que Cristo hacía en el Evangelio al decirles «vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, enseñándoles todo lo que yo les he mandado».
Nos enseña el papa Francisco: «Intervienen entonces dos hombres vestidos de blanco que les invitan a no permanecer inmóviles mirando al cielo, sino a nutrir su vida y su testimonio con la certeza de que Jesús volverá del mismo modo que le han visto subir al cielo (cf. Hch. 1, 10-11). Es precisamente la invitación a partir de la contemplación del señorío de Cristo, para obtener de Él la fuerza para llevar y testimoniar el Evangelio en la vida de cada día: contemplar y actuar ora et labora ?enseña san Benito?; ambas son necesarias en nuestra vida cristiana» (17.04.2013).
Por tanto, la vida cristiana es un peregrinar en el cual se mira el cielo con esperanza, convencidos que esa es nuestra meta, pero con los pies bien puestos en el suelo, recordando el compromiso bautismal de ir y anunciar, siendo testigos de la resurrección de Cristo y de sus enseñanzas, cumpliendo la misión, nos dice el Santo Padre, de hacer conocer y experimentar cada vez más a los otros el amor y la ternura de Jesús con la luz y con la fuerza del Espíritu Santo (Cfr. Regina Coeli, 28.05-2017).
Miremos el cielo con la certeza que ahí se encuentra nuestra meta y con los pies en el suelo vayamos a ser testigos del resucitado mientras seguimos peregrinando en este mundo, con la convicción que no estamos solos, sino que es su Espíritu, nueva presencia de Dios en medio de la humanidad y promesa del resucitado en su ascensión, quien nos guía y nos anima.