(VIDEO) Mons. Daniel Blanco, III Domingo de Pascua
¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!
Estamos celebrando la Pascua con mucha alegría y esperanza. Y durante este tiempo la Iglesia, que está en fiesta, anuncia a todos que Cristo ha resucitado y que la vida tiene sentido, precisamente, porque la meta de todo ser humano es participar con Cristo de esta vida nueva que él nos ha regalado con el acontecimiento pascual.
En medio de estas fiestas pascuales, la liturgia de la palabra de este Domingo nos hace referencia, en las tres lecturas proclamadas, al acontecimiento de la Cruz.
La Cruz, que era un instrumento de tortura y de muerte, es lo que llenaba de tristeza y desesperanza a los discípulos de Emaús que, después de los acontecimientos sucedidos en Jerusalén, regresan, llenos de dolor y desilusionados, a su vida cotidiana.
San Pedro, en el discurso de Pentecostés que nos presentaba el libro de los Hechos de los Apóstoles, hace referencia a la cruz, como el instrumento, con el cual los judíos, manipulando a los paganos, hicieron morir a Jesús.
Y, también San Pedro, pero en la segunda lectura, nos dice que esa cruz, es el precio pagado para que la humanidad fuera rescatada y signo del amor de Dios por la humanidad.
Por eso al pedir en el salmo responsorial, que el Señor nos enseñe el camino de la vida, Él mismo nos indica, con la palabra proclamada, que ese camino, para llegar a la vida, es el camino de la Cruz, no como instrumento de muerte o tortura, sino como manifestación del amor de Dios que nos purifica para participar de su misma vida glorificada.
Eso es lo que hace el mismo Resucitado, al caminar junto a los discípulos que van hacia a Emaús, ellos van, como indicaba anteriormente, tristes, desilusionados, desesperanzados, porque todo parecía haber terminado en el fracaso, porque su maestro había muerto en una cruz.
Pero Jesús, quien se hace compañero de camino, con la explicación de toda la Sagrada Escritura, les manifiesta que todo lo sucedido estaba ya escrito y era parte de la historia salvífica trazada por Dios desde siempre.
Esa explicación la da sin que ellos aún lo reconozcan. Pero en la mesa, en el compartir la intimidad de los alimentos, específicamente en el signo de la fracción del pan, como lo había hecho ya en la cena pascual, a aquellos dos discípulos se les abren sus ojos y lo reconocen vivo y resucitado. Ardía su corazón, lo experimentan vivo, caminando y transformando su historia, le encuentran sentido a aquella Cruz del Viernes Santo, y la alegría es tal, que no piensan en que es de noche, que han caminado más o menos once kilómetros, sino que se ponen en camino de nuevo a Jerusalén, recorren de nuevo esa legua y anuncian con gran gozo la resurrección.
El encuentro con el resucitado, hace comprender a los discípulos, y a la iglesia de todos los tiempos, que la cruz es signo del amor de Dios, precio de nuestro rescate, esperanza de una vida llena de la Gloria de nuestro Señor.
Podríamos preguntarnos, ¿cómo podemos, hoy, tener ese encuentro con el resucitado, que nos anime en medio de las cruces que vivimos?
Para nosotros, los católicos, el relato del evangelio, nos permite hacer una referencia inmediata a los distintos elementos que vivimos en la Santa Eucaristía, de manera particular a la estructura de la misa en Liturgia de la Palabra y Liturgia Eucarística. El Señor resucitado, ha caminado con los discípulos y les ha explicado la Escritura Santa y el Señor resucitado, ha fraccionado el pan y se los ha repartido a ellos.
En la Santa Misa, nosotros hacemos esa misma experiencia, Cristo Resucitado, está presente entre nosotros de múltiples maneras, pero de manera especial, lo encontramos en la Escritura, donde él sigue guiando el caminar de la Iglesia, del cristiano y de todo hombre de buena voluntad y lo encontramos en las especies eucarísticas, donde presente, real y sacramentalmente, en su cuerpo, alma, sangre y divinidad, se nos muestra como el Cordero de Dios, que en el apocalipsis está degollado, porque realmente murió, pero de pie delante del trono, porque realmente resucitó. Y se parte y reparte como alimento que fortalece y anima nuestra vida.
Es ahí, donde de manera tan particular y extraordinaria, podremos hacer experiencia del resucitado. Experiencia que debe motivarnos, como motivó a los discípulos de Emaús, a los apóstoles y a toda la primera comunidad cristiana, que también se encontraron con el resucitado en distintos momentos, a salir a dar testimonio de la acción del resucitado en la historia y en nuestras vidas.
La palabra nos ha presentado al apóstol Pedro, que, tanto en la primera lectura, como en la segunda, no se identifica en nada con aquél Pedro temeroso que niega a su maestro la noche del prendimiento. El resucitado lo transforma y le da fuerza, para ser testigo; su vida tiene sentido e incluso la muerte que le podría costar su predicación, también tiene sentido en la resurrección de Jesucristo.
Los discípulos de Emaús, olvidan todo su desánimo y regresan a Jerusalén para anunciar la resurrección del Señor.
Nos ha enseñado el recordado papa Benedicto XVI: «El Evangelio refiere también que los dos discípulos, tras reconocer a Jesús al partir el pan, «levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén» (Lc. 24, 33). Sienten la necesidad de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia vivida: el encuentro con el Señor resucitado. Hace falta realizar un gran esfuerzo para que cada cristiano, [?] en todas las partes del mundo, se transforme en testigo, dispuesto a anunciar con vigor y con alegría el acontecimiento de la muerte y de la resurrección de Cristo» (08.05.2011).
Hoy, cuando vivimos tiempos de crisis, de dolor y de tanta violencia, se nos está invitando a encontrar el sentido de la vida y, por tanto a tantas situaciones de cruz, en Cristo Resucitado. Unámonos a él, experimentemos su amor y su misericordia y seamos sus testigos, anunciándolo y testimoniándolo, para que así seamos sus colaboradores en la transformación del mundo según los criterios del Reino y acompañemos a los hermanos que pasan por situaciones de dolor y sufrimiento.