(VIDEO) Mons. José Rafael Quirós Quirós, Arzobispo Metropolitano
Continuamos viviendo el gozo de la Resurrección y animados de la alegría de los discípulos al ver a Jesús; este domingo desde la antigüedad se ha llamado «in albis», del término latino «alba», dado al vestido blanco que los recién bautizados llevaban en el Bautismo la noche de Pascua y se quitaban a los ocho días, o sea, hoy. No es sino hasta el 30 de abril de 2000 que san Juan Pablo II dedicó este mismo domingo a la Divina Misericordia con ocasión de la canonización de sor María Faustina Kowalska.
De esa misericordia infinita está cargada la página del Evangelio de san Juan (20, 19-31) que este domingo se proclama. En ella se narra que Jesús, después de la Resurrección, visitó a sus discípulos, atravesando las puertas cerradas de aquel recinto en el que el miedo y la incertidumbre se respiraba: ?Los discípulos están encerrados en casa por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de la vida. El Maestro ya no está. El recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre. Pero Jesús ama a los suyos y está a punto de cumplir la promesa que había hecho durante la última Cena: «No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros» (Jn 14, 18) y esto lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises: «No os dejaré huérfanos».[1]
Jesús les muestra las señales de la pasión, hasta permitir al incrédulo Tomás que las toque y tocando las heridas del Señor, el discípulo incrédulo es sanado de su desconfianza llegando a exclamar: "¡Señor mío y Dios mío!", y como Tomás, estamos llamados siempre a pasar de la incredulidad a la fe. Por eso se declara dichoso a todo aquel que accede a la fe por la predicación de los apóstoles que fueron testigos oculares de las obras del Resucitado.
La visita de Señor Resucitado no se limita a aquel espacio, sino que va más allá, para que todos podamos recibir el don de la paz y de la vida. La paz que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante su mensaje de despedida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27).
En dos ocasiones Jesús dijo a los discípulos: «¡Paz a vosotros!», y añadió: «Como el Padre me ha enviado, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos, diciendo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos». Esta es, pues, la misión de la Iglesia, perennemente, asistida por el Espíritu Santo: llevar a todos el alegre anuncio, la gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios, «para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre» ( Jn 20, 31).
El Resucitado envía a sus discípulos. Habiendo completado su obra en el mundo, ahora les toca a ellos sembrar la fe. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho miedo, siempre y por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22). Con el don del Espíritu Santo que proviene de Cristo resucitado comienza de hecho un tiempo nuevo.
Como discípulos en esta Pascua, somos enviados a difundir esta novedad de una vida que no muere con la certeza de que la presencia de Dios y de su amor vencen el pecado y la muerte. Jesús nos anima a hacer presencia, en su Nombre, allí donde las divisiones, enemistades, rencores, envidias e indiferencias distorsionen el verdadero sentido de la vida.
Solo él, el Cordero degollado "que es digno de recibir poder y riqueza, sabiduría y fuerza, honor, gloria y alabanza". (Ap 5,12) puede dar sentido a la existencia y hacer que reemprendamos el camino, especialmente, el que está cansado y triste, el desconfiado y el que perdió su esperanza. Tengamos la certeza de que no estamos solos en la misión que se nos encomienda, y tenemos la capacidad para responder a todo.
[1] Benedicto XVI, 11 de marzo del 2012