(VIDEO) Mons. Daniel Blanco
Damos inicio a la Semana Santa, días en los que la Iglesia conmemora los misterios centrales de nuestra fe, es decir la Pascua de Cristo que trae para el género humano el don de la salvación, con la celebración del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.
La conmemoración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y la lectura de la Pasión, este año tomada del evangelio de San Mateo, muestra el amor inconmensurable de Dios por la humanidad y la injusticia del ser humano que no ha sabido responder a este amor de Dios.
Los signos con los cuales se inicia la celebración de este día, que normalmente incluye una procesión muy festiva, por las calles de nuestras comunidades, muestran al pueblo gozoso, vitoreando a Jesús como rey y como Mesías que llega a Jerusalén para celebrar la Pascua, en la cual será entregado en manos de los jefes del pueblo para ser crucificado.
Este es el primer signo de injusticia: el pueblo que lo ha aclamado como Rey, ha cambiado el grito de alabanza: Hossana al Hijo de David, Bendito el que viene en nombre del Señor, por un grito de condena: Crucifícalo.
A éste, se unen muchos otros signos de injusticia en este proceso que lleva a Jesús a la cruz: la traición de Judas, el abandono de los discípulos, los falsos testimonios, la negación de Pedro, la liberación de Barrabás, los golpes y los insultos. A todo esto, el evangelio de San Mateo, presenta a Jesús que responde con su silencio, aceptando de manera voluntaria todas estas acciones, como cumplimiento de las Escrituras y del Plan Salvífico trazado desde antiguo.
El Señor, con esta actitud, como se acaba de acotar, está dando cumplimiento a la Sagrada Escritura, Él es el siervo de YHWH, presentado por Isaías en la primera lectura, Él es aquel que es llamado para confortar y para dar aliento al abatido, es Él quien se pone en lugar del pueblo, sin resistencia alguna y ofrece la espalda a los golpes y el rostro a los insultos y salivazos.
Es una acción voluntaria, aceptada libremente por él. Así lo atestigua el himno cristológico presentado por Pablo en la carta a los filipenses que se proclama como segunda lectura: él se despojó de su prerrogativa divina, se anonadó a sí mismo y aceptó, obedientemente la muerte de cruz.
Estos gestos de Cristo: obediencia al Padre, cumplimiento de la Escritura, entrega voluntaria y silencio oferente, debieron ser tan elocuentes y expresivos que fue en la cruz, donde el oficial romano -un pagano- y los otros que custodiaban a Jesús, hacen profesión de fe, indicando que aquel que pendía ya sin vida Verdaderamente era Hijo de Dios.
Durante todos estos domingos de cuaresma, que nos preparan para las fiestas pascuales, la palabra de Dios nos ha ido recordando los regalos y los compromisos que el bautismo trae para los cristianos, es decir, se nos ha recordado que por el bautismo, somos purificados de nuestros pecados y unimos nuestra vida a la de Cristo, para morir con Él y resucitar con Él, es decir, por el bautismo, somos herederos de la Salvación.
San Mateo ha querido recordar esto, dejando plasmada una frase que Cristo dice durante la última cena y que hemos escuchado en la narración de la Pasión: «? ésta es mi Sangre, Sangre de la nueva alianza, que será derramada por todos, para el perdón de los pecados».
Así nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los doce Apóstoles (cf. Mt. 26, 20), en ?la noche en que fue entregado? (1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: ?Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros? (Lc 22, 19). ?Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados? (Mt26, 28)» (CEC 610).
Los cristianos, entonces, por el bautismo somos sumergidos en todo el acontecimiento pascual de Cristo y por tanto, somos purificados de nuestros pecados, por la sangre de Cristo derramada en la cruz, de esta manera recobramos la amistad con Dios y se nos devuelve la dignidad de hijos y de coherederos del Reino; de este modo, por la victoria de Cristo sobre la muerte, somos partícipes de su misma resurrección gloriosa.
Por tanto, hoy estamos llamados a fijar la mirada en la cruz, con la certeza de que aquel que allí está clavado, es el Mesías a quien, al inicio de la eucaristía, aclamamos triunfante y victorioso, el Rey que ha aceptado voluntariamente la cruz, para pagar, a precio de su sangre, la deuda de los pecados de la humanidad, del pecado de cada uno de nosotros.
Miramos a Cristo en la cruz con la certeza, de que no es el fin ni la meta, sino que es camino hacia la resurrección, hacia la vida plena y verdadera que el Señor en el acontecimiento pascual ha querido regalarnos.
Que estos días santos que hoy iniciamos, en los que conmemoraremos la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, nos permitan, renovar verdaderamente nuestra fe y nuestros compromisos bautismales siendo testigos y portadores de la esperanza que nos da la Salvación, especialmente para tantos hermanos, hoy continúan padeciendo tantas situaciones de cruz y de dolor.