Mons. Daniel Blanco, II Domingo de Cuaresma
Todos los años, en el II domingo del tiempo de Cuaresma, escuchamos la proclamación del evangelio que narra la Transfiguración del Señor, este año la versión que nos ofrece San Mateo.
Este acontecimiento presenta el momento en el cual Jesús manifiesta su gloria a tres de sus discípulos, mostrándoles elementos que dejan clara su divinidad y su mesianismo:
· La luz brillante de su rostro y los vestidos blancos como la nieve hacen referencia al Hijo del Hombre, título que el profeta Daniel da al Mesías salvador.
· La presencia de Moisés y Elías indica que Cristo es el que cumple todo lo anunciado en la Ley y los Profetas.
· La idea manifestada por Pedro de hacer tres tiendas, recuerda la fiesta judía de ese mismo nombre (la fiesta de las tiendas) en la que se hacía una choza que recordaba la tienda del encuentro en la cual YHWH se hacía presente durante el éxodo.
· La voz del Padre, desde la nube luminosa que recuerda la presencia de Dios en el desierto que guiaba al pueblo elegido hacia la Tierra Prometida, testifica que Jesús, es el Cristo, el Hijo amado del Padre.
Por tanto, la gloria manifestada por Cristo en el Tabor, busca dejar claro a sus discípulos su condición mesiánica en un momento en que éstos se sentían desanimados y confundidos porque Jesús, luego de ser reconocido por Pedro como Mesías, había anunciado su pasión y su muerte en la cruz.
De este modo, la Transfiguración de Cristo, es para los discípulos, un adelanto de la Gloria que la Pascua de este Mesías Salvador traerá para la humanidad, pero dejándoles claro que ese acontecimiento pascual incluye la pasión y la cruz.
Así lo enseñaba el papa Benedicto XVI: «la Transfiguración es anticipación de la resurrección, pero esta presupone la muerte. Jesús manifiesta su gloria a los Apóstoles, a fin de que tengan la fuerza para afrontar el escándalo de la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al reino de Dios» (17.02.2008).
Por esto, Pedro, Santiago y Juan, al bajar del monte, inundados de gozo por haber contemplado esta manifestación de Dios, deberán continuar su camino hacia Jerusalén, es decir hacia la Pascua y ser testigos de la pasión, cruz y muerte de su maestro.
Este camino será también el de ellos y será el de todos los que buscan hacer una vida verdaderamente cristiana, ya que no existe Monte Tabor sin Monte Calvario y no se da la Gloria de la Resurrección sin pasar por la muerte de Cruz.
El papa Francisco nos recuerda esta verdad fundamental de nuestra fe cristiana al afirmar que «El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad. Habrá siempre una cruz en medio, pruebas, pero al final nos lleva siempre a la felicidad. Jesús no nos engaña, nos prometió la felicidad y nos la dará si vamos por sus caminos» (01.03.2015).
Las otras dos lecturas proclamadas dan testimonio de esto:
Abraham es llamado por el Señor y le promete grandes bendiciones, que incluso parecen imposibles, como lo es una innumerable descendencia y que por él sean bendecidos todos los pueblos de la tierra.
Pero la promesa de esta bendición implica para Abraham hacer un camino que significará desprendimiento de todas sus seguridades y que implicará empezar de nuevo su vida, un camino de dificultades que pondrán a prueba incluso su fe.
Para Abraham, el camino que lo conduce a las bendiciones prometidas, será un camino de prueba y dificultad.
Lo mismo San Pablo, en la segunda lectura, cuando al alentar a Timoteo a continuar con la misión de predicar en medio de las persecuciones, recuerda el anuncio fundamental de la fe cristiana, eso que llamamos kerygma: Dios nos ha salvado por medio de Jesucristo, que muriendo destruyó la muerte e hizo brillar la vida con la resurrección y la inmortalidad.
Por tanto, continuemos nuestro camino cuaresmal con la claridad que la palabra de Dios nos da este Domingo: La meta es participar de la gloria de Cristo resucitado con quien hemos sido configurados por el bautismo, pero peregrinar hacia esa meta, también nos traerá, en algunos momentos, cruz, prueba y dificultad. Pero no debemos olvidar que caminamos alentados por la fuerza de su Espíritu, regalo que también recibimos en el bautismo, ese mismo Espíritu nos ayudará a enfrentar esos momentos de cruz, uniéndonos más a Cristo, para morir con él y resucitar con él.