Mons. Daniel Blanco, Domingo XXXII del Tiempo Ordinario
En este domingo XXXII del Tiempo Ordinario, el evangelio de San Lucas nos presenta a Cristo, que ya ha concluido su camino y ha entrado en Jerusalén, ciudad donde Jesús cumplirá la misión de salvar al género humano, por medio de su muerte y resurrección.
En la ciudad santa, Jesús continúa dando sus enseñanzas y en estas últimas semanas del Año Litúrgico, previas al Domingo de Cristo Rey, la Iglesia, como Madre y Maestra, toma algunas de estas enseñanzas para ayudarnos a meditar sobre los temas escatológicos, es decir, sobre el final de los tiempos. Aprovechando, de esta manera, el final del año litúrgico, para recordarnos que del mismo modo que finalizan los años, así finalizará nuestra vida y así finalizará este mundo.
Particularmente, este domingo, la Palabra de Dios nos habla de un elemento esencial de nuestra fe cristiana: la resurrección de los muertos.
Esta verdad de nuestra fe y que afirmamos cada vez que hacemos nuestra profesión de fe, cuando manifestamos que creemos en la resurrección de los muertos, ha sido revelada progresivamente por Dios a su Pueblo (Cfr. CEC 992).
En el Antiguo Testamento, uno de los textos más claros sobre la fe en la resurrección, es que el que nos ha presentado, en la primera lectura, el segundo libro de los Macabeos.
Los siete hermanos, que se mantienen firmes en la fe y no se doblegan ante quienes querían obligarlos a comer alimentos prohibidos, aceptan el martirio, porque tienen la seguridad de que el Rey del universo los resucitará a una vida eterna y por tanto, ningún bien de este mundo está por encima del verdadero bien: alcanzar la resurrección que Dios regala a sus hijos.
Jesús, en el evangelio que se ha proclamado, es cuestionado por algunos saduceos sobre el tema de la resurrección. Este grupo no creían en la resurrección de los muertos y, con un caso hipotético y sin mucho sentido, preguntan a Jesús, acerca de una mujer que ha sido casada con siete hermanos y se cuestionan de cuál de los siete será la esposa una vez resucitados de la muerte.
Jesús responde, explicando cómo será la vida futura: Hombres y mujeres no se casarán, ya no habrá muerte, serán hijos de Dios.
Y asegura que la resurrección de los muertos es una verdad absoluta, porque el Dios de los patriarcas, es un Dios de vivos y no de muertos.
Entonces, ¿qué significa resucitar?, ¿cómo es la vida del mundo futuro?
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que la resurrección es la acción de Dios que en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la Virtud de la Resurrección (CEC 997).
Y la respuesta al «cómo» será esta resurrección, la encontramos también en el Catecismo cuando nos indica que «Este cómo sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (CEC 1000).
La Palabra de Dios, proclamada este domingo, nos llena de esperanza, porque, aunque nos recuerda la verdad de nuestra muerte y la verdad del final de los tiempos, lo hace manifestándonos que Dios, padre de misericordia, con la muerte y resurrección de su hijo Jesucristo, vence la muerte y une la vida del ser humano a su misma vida, para hacernos participar de su gloria.
Por esto nosotros, como los siete muchachos del libro de los Macabeos, podemos asegurar: «el rey del universo nos resucitará a una vida eterna». Y esta verdad de nuestra fe, es la esperanza que, como San Pablo recordaba a los tesalonicenses, debe disponernos a toda clase de obras buenas. Porque, como nos enseña el papa Francisco, la resurrección, que es fundamento de la fe y de la esperanza cristiana, impulsa cada acto de nuestro amor cristiano, para que éste no sea efímero sino que se convierta en semilla destinada a dar fruto (Cfr. Ángelus, 06.11.2016).
Es decir, la esperanza en la resurrección no debe desarraigarnos de este mundo, donde somos peregrinos, sino que nos debe impulsar a amar, a servir y a colaborar en la instauración del Reino querido por Cristo, para ser anticipo del Reino eterno del cielo aquí en la tierra. Eso mismo hemos pedido al Señor en la oración colecta: que Él, que ha apartado todo mal de nuestra vida, nos ayude a cumplir lo que a Él le agrada.