(VIDEO) Mons. José Rafael Quirós Quirós, Arzobispo Metropolitano
"Hermanos: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo" (Filipenses 3,20-21). Cuánta verdad contenida en estas palabras de san Pablo, que son luz en la conmemoración de todos los fieles difuntos, hermanos que nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz.
Esta celebración más que un acto fatalista, cultural, y ahora comercial, proclama la victoria de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado, del bien sobre el mal.
Lo primero, "somos ciudadanos del cielo". El término "ciudadanía" proviene del latín "civitas", que significa ciudad y se entiende como la condición que se otorga a los bautizados para pertenecer a una comunidad que no está subordinada al tiempo o al espacio, y a la que tenemos pleno derecho por la muerte y resurrección del Señor.
El cielo es nuestra patria definitiva, es allí a donde pertenecemos. Nosotros somos peregrinos en camino hacia la Jerusalén celestial, luchando por caminar por las sendas del bien, sostenidos por la gracia de Dios, y recordando siempre que "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro" (Hb 13, 14).
Por ello, nuestra vida es una proyección permanente a vivir según este ideal, a elevar la mirada a las realidades celestiales: "Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba" (Cf. Col 3, 1-4), testimoniando, desde ya, la vida nueva que se nos ha dado en el Bautismo. Recordemos que buscar las "cosas de arriba" no quiere decir que descuidemos nuestras obligaciones terrenas; pero sí que evitemos perdernos en ellas, como si tuvieran un valor definitivo.
Luego, nos dice el apóstol: "Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo". La cruz, paradójicamente, de signo de condena, de muerte y de fracaso, se convierte en signo de redención, de vida, de victoria, en el cual se vislumbran los frutos de la salvación en los creyentes: "Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo" (Cf. Mateo 5, 1-12).
Como nos enseña el Papa Francisco, el propio Jesús usa la imagen de la semilla que muere al caer en la tierra y da fruto, para expresar el misterio de su muerte y resurrección (cf. Jn 12,24); ?y san Pablo la retoma para hablar de la resurrección de nuestro cuerpo: «Se siembra lo corruptible y resucita incorruptible; se siembra lo deshonroso y resucita glorioso; se siembra lo débil y resucita lleno de fortaleza; en fin, se siembra un cuerpo material y resucita un cuerpo espiritual? (1 Co 15,42-44).[1]
"Cristo ha resucitado de entre los muertos como fruto primero de los que murieron" (1 Co 15,19-20), para que aquellos que están íntimamente unidos a Él en el amor, en una muerte como la suya (cf. Rm 6,5), estemos también unidos a su resurrección para la vida eterna (cf. Jn 5,29).
En esta fecha tan especial, somos llamados a fortalernos en la esperanza de vida eterna que nos alienta y nos hace sobreponernos frente a los esquemas tan limitados de este mundo, que no exista desaliento ni caigamos en la tentación de encerrarnos en una visión fatalista, pues "los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, vuelan como las águilas; corren y no se fatigan, caminan y no se cansan" (Is 40,29.31). Lo propio del redimido por Cristo es la vida, no la muerte, llamados por tanto a ser proclamadores y constructores de vida.
Este dos de noviembre es una invitación a poner nuestra fe y nuestra esperanza únicamente en el Señor (cf. 1 Pedro 1,21), a quien pedimos de el descanso eterno y la luz perpetua a nuestros hermanos.
Que las almas de todos los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén