Mons. Daniel Blanco, Domingo XXVI del Tiempo Ordinario
El domingo anterior, con la parábola del administrador injusto, se nos recordaba la importancia de ser cuidadosos en el uso de los bienes materiales, dándoles el lugar que les corresponde, ya que estos deben ser, según la enseñanza de Cristo, para el sustento digno y honesto, y para la solidaridad con los más necesitados.
Este domingo la palabra de Dios busca reflexionar, aún más profundamente, sobre este tema, insistiendo en que las riquezas de este mundo, usadas de un modo inadecuado, nos alejan de Dios, de los hermanos e incluso de la salvación.
Amós, nuevamente con una voz valientemente profética, advierte sobre el mal uso de las riquezas por parte de los poderosos de su pueblo.
El profeta dice a quienes están en el poder tanto en Sión como en Samaria, que mientras ellos viven con lujos y comiendo manjares se han olvidado del pueblo que sufre, dejándolos de ver como sus hermanos y abandonándolos en sus desgracias.
El profeta Amós, advierte nuevamente, que si eso no cambia, estos poderosos serán quienes encabecen la lista de aquellos que irán al destierro, acabando así la vida inmoral que estaban llevando.
Inmoralidad que radica, no, propiamente en tener riqueza, sino en haber absolutizado y acumulado esa riqueza, descuidando las funciones que Dios les había encomendado al ponerlos al frente de su pueblo, al punto de olvidar a los hermanos, dejándolos totalmente desamparados.
Es exactamente esa misma situación la que el Señor quiere mostrarnos por medio de la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro.
Este hombre rico, que ni siquiera se conoce su nombre, ha absolutizado de tal manera sus riquezas, que lo han enceguecido, impidiéndole ver las necesidades de uno que está cerca, a la entrada de su casa, uno que vive en pobreza, mal vestido, lleno de llagas y alimentándose de las sobras de su propia mesa, mientras él se banquetea vestido con ropajes caros y finos.
Esta incapacidad del hombre rico de ver las necesidades del prójimo y de abandonarlo en su pobreza, traerá también para él una consecuencia, como sucedió con aquellos a quienes profetizaba Amós en la primera lectura.
La parábola habla de la vida después de la muerte, que para el hombre rico, significará una vida de tormento, fruto de su obsesión de la riqueza que lo hizo ignorar a Dios, que estaba presente en el pobre que estaba frente a su casa.
Ese lugar de castigo no es lo que Dios quiere para el ser humano, sino que es el fruto de la acción de aquellos que le han dado la espalda a Dios y que han puesto en su lugar los bienes de este mundo.
Por otro lado está el pobre, a quien la parábola sí le da un nombre: Lázaro, que significa aquel a quien Dios cuida. Es claro que la parábola enseña cómo se cumple el significado de este nombre, ya que aquel que es necesitado, olvidado por la sociedad, discriminado e ignorado, siempre puede sentir el cuidado de Dios que nunca abandona a sus hijos y que recompensará todo su sufrimiento con una vida gloriosa junto a Él.
Así lo ha dicho el salmo 145 cuando afirma que el Señor da pan a los hambrientos, da vista a los ciegos, cuida al forastero y da sustento al huérfano y a la viuda.
Pero sería un error quedarnos con una explicación de esta parábola, diciendo únicamente que los pobres serán salvados y los ricos irán a un lugar de castigo; esto sería reducir muchísimo la Palabra de Dios, porque esta misma Palabra nos enseña que Dios quiere que todos los hombres se salven.
Por tanto, la Palabra de Dios de este domingo, nos exhorta a todos a vivir en esa búsqueda constante de la salvación que nos ha regalado el Señor con el acontecimiento pascual de Jesucristo. Búsqueda que se da cuando, también nosotros, cumplimos lo que Pablo pide a Timoteo en la segunda lectura: cumplir fiel e irreprochablemente todo lo mandado, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. Porque eso que debemos cumplir fielmente es precisamente el mandamiento del amor que es plenitud de la ley y de toda la Escritura.
Así lo explicaba el papa Francisco, en la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado del año 2019: « "el mandamiento es amar a Dios y amar al prójimo. No podemos separarlos. Y amar al prójimo como a uno mismo significa también comprometerse seriamente en la construcción de un mundo más justo, donde todos puedan acceder a los bienes de la tierra, donde todos tengan la posibilidad de realizarse como personas y como familias, donde los derechos fundamentales y la dignidad estén garantizados para todos. Amar al prójimo significa sentir compasión por el sufrimiento de los hermanos y las hermanas, acercarse, tocar sus llagas, compartir sus historias, para manifestarles concretamente la ternura que Dios les tiene. Significa hacerse prójimo de todos los viandantes apaleados y abandonados en los caminos del mundo, para aliviar sus heridas y llevarlos al lugar de acogida más cercano, donde se les pueda atender en sus necesidades» (29.09.2019).
Que este domingo, más que discutir sobre quién se salva y quién se condena, trabajemos todos juntos, desde nuestra realidad y desde nuestras posibilidades, en caminar unidos y sostenernos unos a otros, para que viviendo el mandamiento del amor, hagamos un mundo cada vez más justo, más equitativo, más solidario; donde seamos más hermanos, para que disfrutemos ya desde ahora, los regalos del Reino, que viviremos plenamente en la Gloria del mundo futuro.