Mons. Daniel Blanco, Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (VIDEO)
Durante este año litúrgico hemos estado escuchando, en la liturgia de la palabra de los domingos, el evangelio de San Lucas.
Este evangelio es conocido como el evangelio de la misericordia, porque el autor sagrado enfatiza que Cristo ha revelado a la humanidad que Dios es un padre misericordioso.
Aunque todo el evangelio está impregnado de esta verdad, es especialmente en el capítulo 15, con las tres parábolas que hoy se han proclamado, cuando se manifiesta con mayor claridad y evidencia esta verdad revelada: Dios es misericordioso.
El cardenal Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, explica que estas parábolas de la misericordia, muestran conductas ilógicas en sus personajes, ya que la mujer que busca la moneda no va a ser una fiesta que costará diez veces más de lo que vale aquella moneda perdida y un pastor no va a abandonar y a descuidar noventa y nueve ovejas por ir a buscar una. Así mismo, el padre de la tercera parábola no va a entregar tan fácilmente la herencia a su hijo menor, ya que, según la tradición en la época, se entrega según la edad de los hijos, de mayor a menor y manteniendo el usufructo hasta la muerte del padre (Cfr. R. Cantalamessa, El Rostro de la Misericordia).
Jesús, con estas tres parábolas, lo que nos quiere enseñar es que la lógica de la misericordia de Dios es totalmente diferente a la lógica humana. Dios ama, como padre misericordioso, con tal intensidad, que es capaz de darlo todo por nosotros, incluso entrega a su hijo para que nosotros obtengamos el perdón y tengamos vida eterna.
Para este Padre misericordioso, no importa cuál haya sido nuestra vida, nuestro pecado, nuestro pasado. Dios, como narraba la tercera parábola, siempre toma la iniciativa de salir a nuestro encuentro, en el momento en que ve el corazón arrepentido de sus hijos, nos busca para abrazarnos y como al hijo pródigo que le puso una capa, una túnica y sandalias en los pies, a nosotros nos devuelve la dignidad que el pecado nos arrebata.
Y no sólo eso, sino que también Él se llena de gozo, como lo indican las tres parábolas, y hace una fiesta ante la conversión de sus hijos.
Esta es la lógica con la cual Dios actúa, dirá el cardenal Cantalamessa: «la parábola no sigue la lógica humana.
Aquella oveja, descarriándose como también el hijo pródigo, ha hecho estremecer el corazón de Dios. Dios ha temido perderlos para siempre, estar obligado a condenarlos y privarse de ella para siempre. El recuperarlos, ha provocado la alegría y la fiesta. Cada penitencia del hombre es la coronación de una esperanza de Dios» (IDEM).
Incluso, es posible decir, que no sólo hace una fiesta y devuelve la dignidad que el pecado ha arrebatado, sino que también nos pide que colaboremos en el anuncio del evangelio, comunicando al mundo, precisamente, que el Dios revelado por Jesucristo, es un Padre que en su misericordia nos ha salvado.
Esto es lo que ha hecho con San Pablo, como escuchábamos en la segunda lectura, el Señor a pesar del pecado de Saulo y de su vida como perseguidor de los cristianos, lo busca, lo perdona y lo transforma en apóstol, para enviarlo por el mundo a anunciar el evangelio.
También es lo que hace con el pueblo de Israel, que ha cometido el pecado de hacer un Dios falso, construyendo un becerro de oro, al cual están adorando mientras Moisés está recibiendo las tablas de la ley.
Dios está dispuesto a aniquilar a este pueblo, pero ante la petición de Moisés, se muestra misericordioso y compasivo; perdona el pecado del pueblo de Israel y hace alianza, transformándolo en pueblo de su propiedad y regalándole la tierra prometida.
La palabra de Dios de este domingo, nos dice el papa Francisco, muestra el corazón del Evangelio: el amor de Dios es infinito (Cfr. Angelus, 15.09.2019).
Ante esta verdad fundamental de nuestra fe, se hace necesario preguntarnos, ¿cómo respondemos los creyentes ante la misericordia infinita de Dios?
La palabra de Dios nos presenta al menos dos formas de responder:
Pablo, como el hijo pródigo, fue perdonado de muchas faltas y responde dejándose transformar por Dios y poniendo su vida al servicio del anuncio del evangelio. Dando testimonio de cómo la misericordia de Dios cambió por completo su vida.
Pero también se presenta la figura de los fariseos, a quienes Jesús dirige las parábolas. Ellos, se asemejan al hijo mayor de la última parábola, aquel que cree haber hecho las cosas según la voluntad del padre y que no ha cometido ningún pecado en su vida. Esto lo hace sentirse capaz de juzgar al hermano menor, darle la espalda e incluso no alegrarse por su regreso. Este riesgo, de creernos buenos y sin necesidad de conversión, lo tenemos todos y lo podemos vencer, únicamente siendo sinceros con nosotros mismos y reconociendo cuántas veces Dios ha sido misericordioso con nosotros.
Por esto, como lo hemos pedido en la oración colecta, dejémonos abrazar por el Padre misericordioso, hagamos experiencia de su amor y sirvámoslo de todo corazón, porque el amor que Dios tiene con nosotros, lo debemos hacer extensivo a los hermanos que más necesitan de su misericordia.