Mons. Daniel Blanco, Domingo XXII del Tiempo Ordinario (VIDEO)
El domingo anterior la palabra de Dios nos recordaba la necesidad que tiene todo cristiano de crecer en la virtud de la humildad, ya que esta virtud nos permite reconocer que siempre somos necesitados de la gracia de Dios, para poder vivir haciendo el bien.
En este domingo XXIII del Tiempo Ordinario, el libro de la Sabiduría del cual hemos escuchado la primera lectura, insiste en esa necesidad de poner nuestra vida en las manos de Dios y dejar que sea la luz de su espíritu la que nos anime y nos impulse a vivir según la auténtica sabiduría, esa que no es tener muchos conocimientos de índole académica, sino que es aquella que se adquiere al escuchar la voz de Dios y hacer siempre su voluntad.
La personificación de esa sabiduría es el mismo Cristo, a quien el evangelio de Lucas, continúa presentando en su camino hacia Jerusalén, la Ciudad Santa en la cual Él, cumplirá la voluntad del Padre, al entregar su vida para dar salvación al género humano, muriendo en una cruz y resucitando.
Y en ese camino, según lo ha narrado el evangelio, hay una gran muchedumbre que se ha unido a Jesús, por esto, Él aprovecha su predicación, para recordar que en Jerusalén será el momento de la Cruz y que aquel que quiera seguirlo debe también tomar su propia cruz, porque el camino del cristiano debe ser el mismo camino de Cristo, en obediencia al Padre y en servicio a los hermanos.
Por tanto, el deseo del Señor es que todo ser humano lo siga con esa misma radicalidad y que cada uno, escuche la voz de Dios y haga su voluntad, aunque esto signifique la persecución y la cruz.
En un primer momento, Jesús, volviéndose a los apóstoles, como lo indica el evangelio, les recuerda que su vocación implica dejar casa, familia y bienes, para llevar adelante la misión de anunciar el Reino y también, para dar testimonio en el mundo de los regalos de salvación que ha traído al género humano el acontecimiento pascual.
Estas renuncias permiten que los apóstoles se configuren cada vez más con Cristo, que cumplió su misión siendo obediente al Padre, porque los doce, al reconocer que dependen sólo de la providencia divina, dejan de confiar en sus propias fuerzas o riquezas y se dejan guiar por la fuerza del Espíritu, que es la auténtica sabiduría que anima la misión apostólica.
Pero, aunque los primeros receptores de la predicación de Cristo en el evangelio de este domingo son los apóstoles, Jesús llama también a la muchedumbre, que camina junto a Él hacia Jerusalén, a vivir la radicalidad evangélica y a actuar según la verdadera sabiduría, que es el don del Espíritu que alienta a la persona humana a hacer la voluntad de Dios.
Esto significa, entonces, que todos los que seguimos a Cristo, tenemos este mismo exigente compromiso de dejarlo todo para colaborar en el anuncio del evangelio, cada cual según la propia vocación.
Porque, como nos recuerda el papa Francisco «Jesús no quiere realizar esta obra solo: quiere implicarnos también a nosotros en la misión que el Padre le ha confiado. Después de la resurrección dirá a sus discípulos: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo... A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados (Jn. 20, 21.23). El discípulo de Jesús renuncia a todos los bienes porque ha encontrado en Él el Bien más grande, en el que cualquier bien recibe su pleno valor y significado: los vínculos familiares, las demás relaciones, el trabajo, los bienes culturales y económicos, y así sucesivamente. El cristiano se desprende de todo y reencuentra todo en la lógica del Evangelio, la lógica del amor y del servicio» (08.09.2013).