(VIDEO) Mons. Daniel Blanco Méndez, Domingo XIII del Tiempo Ordinario
Después de las solemnidades que el Año Litúrgico nos presenta después de las celebraciones pascuales, retomamos hoy, los domingos del Tiempo Ordinario.
El Tiempo Ordinario, lleva este nombre, no porque sea menos importante que los otros tiempos litúrgicos, sino porque, siguiendo la proclamación de uno de los evangelios sinópticos (este año, estamos escuchando a San Lucas), meditamos a la luz de la vida pública de Jesús, en lo ordinario de este ministerio de Cristo, que anuncia el Reino y muestra la cercanía de Dios con sus palabras, gestos y obras de misericordia.
Providencialmente, este año, el reinicio del Tiempo Ordinario, coincide cuando el evangelio de Lucas presenta un momento importantísimo en la vida de Cristo: su firme determinación de emprender su viaje a Jerusalén. Por lo tanto, al retomar este tiempo, haremos, junto a Cristo, un camino que conduce a Jerusalén, la Ciudad Santa, en la cual Cristo se entregará por nuestra salvación.
El inicio de este camino, indica San Lucas, se da cuando Jesús toma una firme determinación, es decir, el plan de redención es deseo, libre y voluntario, del Hijo de Dios, que obedece al Padre, en la dinámica de amor trinitario que tiene como única voluntad, amar hasta el extremo al ser humano, para regalarle la salvación.
De este modo, Cristo, se presenta como ejemplo a seguir, para cada ser humano, de lo que debe ser el ejercicio de la libertad, tal y como lo enseña Pablo en la segunda lectura.
San Pablo indica, en la carta a los gálatas, que hemos sido liberados por Cristo, para vivir en libertad. Esta libertad, para los cristianos, no significa vivir de forma egoísta, sin pensar en la libertad de los otros, sino que la auténtica libertad cristiana, nos lleva a vivir el amor al hermano, siendo esclavos unos de otros por amor. El llamado de Pablo es vivir según la libertad del Espíritu, que impulsa a amar según los dones que Él mismo ha puesto en nuestro corazón desde el día de nuestro bautismo y nuestra confirmación.
El papa Benedicto XVI nos enseña al respecto: «En su obediencia al Padre Jesús realiza su libertad como elección consciente motivada por el amor. ¿Quién es más libre que él, que es el Todopoderoso? Pero no vivió su libertad como arbitrio o dominio. La vivió como servicio. De este modo «llenó» de contenido la libertad, que de lo contrario sería sólo la posibilidad "vacía" de hacer o no hacer algo. La libertad, como la vida misma del hombre, cobra sentido por el amor» (01.07.2007).
Es en esta vivencia de la auténtica libertad cristiana, que logramos comprender el llamado del Señor a los seres humanos a vivir distintas realidades vocacionales, como las que nos mostraba la primera lectura y el evangelio.
El Señor, siempre llama, para que lo sigamos. Lo hace desde distintas realidades vocacionales, pero todas éstas con el mismo objetivo: Amar a Dios y a los hermanos. Asimismo, cada llamada del Señor, necesita de una respuesta que debe darse en libertad cristiana, es decir en amor y radicalidad.
El Señor pide a Elías, llamar a Eliseo y que lo unja su sucesor como profeta de Israel. El llamado de Dios se da, y la respuesta de Eliseo se da en libertad, él conoce las dificultades de aquella misión y se despoja de todo para seguir al Señor: sacrifica a sus bueyes, instrumentos de trabajo, y los da a sus padres, de esta manera, deja atrás su vida anterior y se entrega por completo a su oficio de profeta.
Esta es la radicalidad que Jesús pide a aquellos que llama, cuando inicia su camino hacia Jerusalén. Que en libertad, amen la misión a la que son llamados y se despojen de todo para subir con Cristo a Jerusalén, es decir a la cruz. Un llamado, aparentemente muy radical y fuerte, pero necesario para aquella vocación en particular.
Esa misma libertad, que llama a amar a Dios y a los hermanos, debe vivirse en cada vocación, en aquellas en las que implica dejar casa y familia para servir a Dios y a los hermanos; pero esa misma radicalidad en el amor, debe vivirse en cada familia, cuando Dios llama a los esposos a vivir la unión conyugal como sacramento del amor de Dios por la Iglesia, amor que se manifiesta de modo admirable en la cruz, un amor que une y que enriquece a todos los que hacen parte de esa comunidad de vida y amor conyugal, es decir esposos e hijos.
Por tanto, respondamos con auténtica libertad cristiana al llamado que el Señor nos hace a todos, viviendo, en la especificidad de nuestra vocación, el amor y la radicalidad evangélica que nos haga recorrer nuestra vida, caminando junto a Cristo, sirviendo a los hermanos, hacia la plenitud de la Pascua.