(VIDEO) Mons. Daniel Blanco Méndez, VI Domingo de Pascua
Este domingo, la palabra de Dios que nos regala la liturgia, nos empieza a preparar para las dos solemnidades con las que cerraremos el tiempo de la Pascua, la Ascensión del Señor y Pentecostés.
El texto del evangelio, presenta a Jesús en la última cena, prometiendo a sus apóstoles que no estarán solos, porque luego de su ascensión al cielo, la comunidad cristiana naciente, será enriquecida con el don del Espíritu Santo, que el Padre enviará como Paráclito, es decir como defensor y como consolador.
Este Espíritu, acompañará y guiará a la Iglesia, haciéndole recordar la verdad predicada y enseñada por Jesucristo, para que los apóstoles, que han sido enviados a anunciar el Reino, sean fieles a este mensaje anunciado por el Señor.
Es, precisamente el Espíritu Santo, el protagonista en la primera lectura. Porque se da una fuerte crisis que provoca dificultades serias al interno de la Iglesia: La predicación del evangelio, gracias a Pablo y Bernabé, había llegado a los pueblos gentiles y estos se estaban adhiriendo a la fe cristiana, y fue necesario analizar si estos paganos convertidos al cristianismo, debían asumir todo lo mandado por la ley de Moisés, específicamente el rito de la circuncisión.
Esto provocó, indica el texto de los Hechos de los Apóstoles, una violenta discusión, entre quienes estaban de acuerdo en que los gentiles no se circuncidaran y los que insistían en que sí debían hacerlo.
Este altercado fue el origen, del así llamado Concilio de Jerusalén, en el cual los apóstoles reunidos, toman una decisión al respecto. Y la conclusión a la que llegan los apóstoles deja claro quién guio la discusión y la decisión final. Dice el documento enviado a los pueblos gentiles: El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponer más cargas que las estrictamente necesarias.
El resultado de esta primer Concilio, cumple la promesa de Cristo: El Espíritu les enseñará todas las cosas y les recordará cuánto yo les he dicho. Porque Jesús anunció el evangelio sin hacer ningún tipo de acepción de personas y ha regalado la salvación, por medio del acontecimiento pascual, a todo el género humano, por tanto, la marca física de la circuncisión, que indicaba la pertenencia o no a un pueblo específico, no podía ser un elemento que estableciera quién podía o no ser parte de la Iglesia de Jesucristo, y esto debía ser anunciado así por los mismos apóstoles, tal y como sucedió.
Esta verdad también queda de manifiesto en la visión del Apocalipsis en la segunda lectura; porque la Nueva Jerusalén que baja del cielo, tiene doce puertas, tres puertas hacia cada uno de los puntos cardinales, indicando que de todos los lugares de la tierra pueden entrar a la Ciudad Santa, asimismo, la Nueva Jerusalén, tiene doce cimientos, con el nombre de los doce apóstoles. Porque, esta Nueva Jerusalén, que es la Iglesia de Jesucristo, es la comunidad formada por toda la humanidad redimida por medio del acontecimiento pascual y guiada por la predicación de los apóstoles.
Esta Iglesia, hoy debe seguir siendo ese signo de comunión en el mundo, donde todos, sin distinción, podamos participar de los dones del resucitado, esos que Jesús mismo prometía en el evangelio: el amor del Padre, la gracia del Espíritu y el regalo de la paz. Todos estos dones los hemos recibido desde el día de nuestro bautismo y debemos transmitirlos a los hermanos.
Al respecto, nos recuerda el papa Francisco: «El Espíritu, efundido en nosotros con los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, actúa en nuestra vida. Él nos guía en el modo de pensar, de actuar, de distinguir qué está bien y qué está mal; nos ayuda a practicar la caridad de Jesús, su donarse a los demás, especialmente a los más necesitados» (01.05.2016).
Por tanto, pidamos que el Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, que recibimos en el bautismo y la confirmación, nos impulse a vivir nuestro ser apóstoles, viviendo, enseñando y dando testimonio, a todos los hermanos sin distinción, de la verdad revelada por Cristo.