Mons. Daniel Blanco Méndez, IV Domingo de Cuaresma
Este Domingo, IV de la Cuaresma, marca la mitad del camino cuaresmal y, antiguamente, marcaba un descanso a las pesadas penitencias cuaresmales de quienes se preparaban para recibir el bautismo o de aquellos que debían hacer alguna penitencia pública.
Por esto, el IV Domingo de Cuaresma, es conocido como Lætare, o Domingo de la Alegría, lo que se refleja en las celebraciones con el cambio de color en las vestiduras litúrgicas, algún cambio en los cantos y la posibilidad de adornar las iglesias con algo de flores.
También, este llamado a la alegría, lo podemos ver reflejado en la palabra de Dios que se proclama este domingo, en la cual se nos asegura cuánto es bueno y misericordioso Dios, nuestro Padre.
La primera lectura del libro de Josué narra el momento final del camino que el pueblo elegido debió realizar desde la salida de Egipto hasta llegar a la Tierra Prometida.
Efectivamente, el texto proclamado, presenta el último día del éxodo: El pueblo se ha purificado, celebraron la Pascua y al día siguiente dejaron de comer maná y comieron los frutos de la tierra prometida.
Es un momento de profunda alegría, porque Dios cumple su promesa. El Señor hace entrar, al pueblo de la antigua alianza, en una tierra que mana leche y miel, una tierra que Él mismo ha escogido y regalado a los descendientes de Abraham, a quien le había prometido tierra y descendencia abundante, como las estrellas del cielo.
Esta alegría del pueblo elegido al entrar en la Tierra Prometida es fruto del modo de actuar de Dios, que en su misericordia, a pesar de las muchas infidelidades de los descendientes de Israel, los trató como verdaderos hijos, tuvo compasión de ellos, los perdonó, los guió por el desierto y los hizo habitar en tierra de Canaán, porque la alegría del pueblo elegido será siempre la alegría de Dios.
Ese modo en que Dios actúa, es totalmente opuesto al modo humano, que fácilmente juzga, señala y condena las faltas, equivocaciones y pecados de los otros, por esto mismo es que los fariseos y los escribas murmuraban ante la cercanía de Jesús con aquellos que eran considerados pecadores.
Estas murmuraciones permiten que Jesús explique cómo es ese modo de actuar de Dios, lo hará por medio de las tres parábolas de la misericordia, que San Lucas presenta en el capítulo 15 de su evangelio. De éstas, la liturgia de este domingo nos presenta la tercera que conocemos como la parábola del Hijo Pródigo.
El padre que nos presenta esta parábola, claramente, hace referencia a Dios y a su modo de actuar en favor de sus hijos. Este hombre, ama profundamente a sus dos hijos, espera al que se ha ido y cuando lo ve aún lejos, él mismo sale a su encuentro, lo perdona y le devuelve la dignidad que sus muchos pecados le habían arrebatado, colocándole un anillo en su dedo, sandalias en sus pies y dándole ropa nueva. Además hace una gran fiesta, signo de la alegría extrema que siente al haber recobrado a su hijo.
Con respecto a su otro hijo, al que siempre ha estado con él, también sale a buscarlo, al enterarse que no quiere entrar a la fiesta y lo alienta a tener sus mismos sentimientos, para que perdone a su hermano y se alegre junto a él porque han recobrado al que creían perdido.
El papa Francisco nos recuerda al respecto «Como el padre del Evangelio, también Dios continúa considerándonos sus hijos cuando nos hemos perdido, y viene a nuestro encuentro con ternura cuando volvemos a Él. Y nos habla con tanta bondad cuando nosotros creemos ser justos. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no rompen la fidelidad de su amor» (06.03.2016).
En este Domingo de la Alegría, como parte de nuestro caminar cuaresmal, se nos está invitando a estar alegres por los regalos de gracia que recibimos constantemente del Padre del cielo:
· Por el regalo de su misericordia que nos hace nuevas creaturas, como nos recordaba San Pablo en la segunda lectura.
· Por el regalo de su constante perdón, ante nuestras constantes infidelidades.
· Por la alegría de volver a la casa del Padre y ser recibidos con los brazos abiertos.
· Por la alegría de que la dignidad de hijos que nos arrebata el pecado, es restituida por el amor del Padre.
· Por la alegría de vivir según la justicia de un Padre compasivo y misericordioso, que se goza en perdonarnos y nos hace participar de esa misma alegría.