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Iglesia

Día del Amor y la Amistad

Mensaje de la Comisión Nacional de Pastoral Familiar con ocasión del Día del Amor y la Amistad.

«El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no hace alarde, no es arrogante, no obra con dureza, no busca su propio interés, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).

Desde hace ya bastantes años, alrededor del mundo, se ha extendido la costumbre de celebrar el 14 de febrero como "Día del Amor y la Amistad". Esta festividad, se remonta al siglo III en Roma, donde, según la tradición, un sacerdote llamado Valentín se opuso a la orden del emperador Claudio II, quien decidió prohibir la celebración de matrimonios para los jóvenes, considerando que los solteros sin familia eran mejores soldados, ya que tenían menos ataduras y vínculos sentimentales. Valentín, opuesto al decreto del emperador, comenzó a celebrar en secreto matrimonios para jóvenes enamorados. Al enterarse, Claudio II sentenció a muerte a San Valentín, el 14 de febrero del año 270, alegando desobediencia y rebeldía.

En el contexto de este Año de la Familia Amoris Laetitia, consideramos necesario hacer una pequeña reflexión del verdadero significado del Amor, expresado en la vocación que es presencia del amor infinito de Dios.
Quien ama, conoce a Dios, porque Dios es amor. Con el pecado, el ser humano se cerró al amor de Dios, que es eterno, para volcarse a un amor efímero y caduco. Por eso Dios, en su benevolencia, nos amó hasta el extremo, enviándonos a su Hijo. Y "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Romanos 5,8)".

Este amor verdadero, del cual también nos habla San Pablo en la I Carta a los Corintios, "se vive y se cultiva en medio de la vida que comparten todos los días los esposos, entre sí y con sus hijos" (AL 90). El amor conyugal consiste en la donación recíproca entre el hombre y la mujer y que va más allá de la atracción, del deseo; es mucho más que desearle el bien, es compartir la vida, caminar juntos siendo uno. Amar a esa persona en lo que es y en lo que deber ser, aceptar sus defectos, su trabajo, su familia, todo como si fuera lo mío; quererle, disfrutar juntos, divertirse, compartir sueños, poner todo en común, incluidos los bienes materiales1.

El amor conyugal es reflejo del amor de Dios por su pueblo, del amor de Cristo por su Iglesia, en la donación total de nuestro ser. "La pareja que ama y genera la vida es la verdadera «escultura» viviente..., capaz de manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios" (AL 11).

El amor también vivido en la vocación consagrada, pues a la persona consagrada Jesús le revela el amor del Padre, creador y dador de todo bien, que atrae a sí (Juan 6,44) y le encomienda hacer presente su amor en el mundo, consagrando su vida en servicio de los más necesitados para mostrar el rostro misericordioso del Padre.

Pero este amor debe ir enfocado de manera concreta a la caridad. Tanto el sacerdocio como el matrimonio son sacramentos de servicio, en los cuales se debe servir a Dios a través de una vocación particular, haciendo presente su amor.
Los santos nos han dado un ejemplo profundo de amor cuando han ofrendado su vida, sobre todo al servicio de la caridad, entendida como entrega generosa. "Los Santos son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor" (Deus caritas est 40). No olvidemos tampoco el gran significado que tiene el don de la amistad, como apoyo, ayuda y consuelo en los momentos difíciles. Ya nos lo dice el Eclesiástico 6, 14-16: "El amigo fiel es seguro refugio, el que le encuentra, ha encontrado un tesoro. El amigo fiel no tiene precio, no hay peso que mida su valor. El amigo fiel es remedio de vida, los que temen al Señor le encontrarán".

Así, motivamos a todos a vivir un amor pleno, verdadero, de sacrificio; un amor que se olvida de sí mismo para darse, como el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto. En tanto más imitemos ese amor de Cristo que lo llevó a la cruz por nosotros, más felices seremos en aquella vocación a la que hemos sido llamados.


Monseñor Manuel Eugenio Salazar Mora 

Obispo de la Diócesis de Tilarán-Liberia 

Presidente de la Comisión Nacional de Pastoral Familiar