Mons. Daniel Blanco, obispo auxiliar
Hemos iniciado la celebración solemne de la Octava de Navidad, y por tanto estamos celebrando la fiesta, que después de la Pascua, es la más importante para nosotros los cristianos: el nacimiento de nuestro Salvador.
Esta importancia radica en lo que nos ha recordado San Juan en la segunda lectura: «cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que realmente lo somos».
Porque precisamente, el Emmanuel, el Dios con nosotros, aquel a quien habían anunciado los profetas desde antiguo y a quien contemplamos recién nacido en el pesebre, asume nuestra condición humana para transformar nuestra suerte, haciéndonos hijos y herederos de su misma vida gloriosa. En palabras de San Ireneo de Lyon «El Verbo de Dios, el Hijo de Dios se hizo hombre, para que el hombre entrando en comunión con él, se convirtiera en hijo de Dios».
Este regalo maravilloso, dado a la humanidad por la encarnación del Verbo, implica que el Dios eterno, perfecto y trascendente, el totalmente otro (como lo llama Karl Barth), asuma nuestra condición humana, «haciéndose igual a nosotros en todo, menos en el pecado», como dirá la carta a los Hebreos (Cfr. Hb. 4, 15).
Esta verdad, fundamental de nuestra fe cristiana, ha significado que la segunda persona de la Trinidad, asuma la vida humana en todas sus dimensiones, por tanto, se encarna en el vientre purísimo de María, y nace, como verdadero hombre, pequeño, frágil y vulnerable, y por tanto necesitado de la ayuda de aquellos a quienes el Padre les encomendó esta tarea: su madre, la Santísima Virgen, de quien el Verbo toma carne y San José, su padre putativo.
Este primer domingo de la Navidad, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia, porque contemplamos esta verdad de nuestra fe cristiana: Cristo, al asumir la condición humana, asume también la vida de la familia.
Es decir, que el Verbo hecho carne, asume también la vida familiar como el camino natural de la vivencia del ser humano. Es en la familia, donde Él será cuidado, protegido, alimentado; donde será educado, donde aprenderá a hablar y a caminar. Será en la familia donde aprenderá un oficio y se le guiará en el camino de la fe.
Las lecturas que se proponen en esta fiesta, dejan ver la importancia de la vida familiar para la educación de los hijos, tanto educación formal como educación en la fe.
La familia de Ana, Elcaná y Samuel, es presentada, en la primera lectura, como una familia de fe, que cumple con las prescripciones de la ley de peregrinar a los lugares sagrados y de ofrecer sacrificios a Dios. Asimismo muestra la presentación y consagración de Samuel, que es dejado en el templo para el servicio de Dios junto al sacerdote Elí.
El evangelio presenta a la familia de Nazareth, que también es una familia cumplidora de los preceptos religiosos, que participan de la peregrinación anual a Jerusalén como familia, aunque fuera obligatorio únicamente para José, ya que María por su condición de mujer y Jesús por su edad no tenían obligación de asistir. Nos enseña el papa Benedicto XVI «en su cultura concreta, seguro que aprendió de sus padres las oraciones, el amor al templo y a las instituciones de Israel. Así pues, podemos afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el templo era fruto sobre todo de su íntima relación con el Padre, pero también de la educación recibida de María y de José» (Angelus, 27.12.2009).
Además de la educación en la fe, Jesús es educado en la obediencia a sus padres y aunque Jesús indica con claridad que está ocupándose de las cosas de su Padre, regresa con María y José y se sujeta a su autoridad.
Estos relatos bíblicos que se nos regalan en esta fiesta de la Sagrada Familia, manifiestan la importancia que Dios da a la institución familiar para el crecimiento integral de sus miembros, tanto que ha querido que su Hijo Único, formara parte de una familia y de esta forma fuera cuidado, protegido y educado en el seno familiar.
Por esto, la fiesta de la Sagrada Familia, nos hace volver la mirada a nuestras propias familias, todas imperfectas y con necesidad de conversión; pero que son el ámbito privilegiado para crecer integralmente en las virtudes cristianas de la fe, de la esperanza y del amor. En el compartir, en medio de nuestra diferencias, en la ayuda mutua, en el aprender unos de otros, en el reír juntos y llorar juntos, vamos peregrinando por este mundo construyendo comunidad, colaborando en la instauración del Reino, aprendiendo a ser solidarios y a vivir el amor, todo esto en el seno del núcleo familiar, para ser luego fermento en la Iglesia y en la sociedad en general.
Así lo manifestaba también el papa Benedicto XVI «la familia es la mejor escuela donde se aprende a vivir aquellos valores que dignifican a la persona y hacen grandes a los pueblos. También en ella se comparten las penas y las alegrías, sintiéndose todos arropados por el cariño que reina en casa por el mero hecho de ser miembros de la misma familia» (Angelus, 27.12.2009).
No descuidemos la institución de la familia, no descuidemos la vida de la fe en la familia, no descuidemos la educación integral de los más jóvenes ni el cuidado solidario de los adultos mayores, solamente así estaremos custodiando la vida de cada hermano y contribuiremos a que nuestras sociedades sean más justas y solidarias.
¡Feliz Navidad, que el Niño de Belén los bendiga!