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Obispo Auxiliar

La Familia Cristiana, Lugar Privilegiado del Reino

«Por encima de todo, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta» (Col 3,14) (P. A. Mora M)

Es evidente que hoy, en la sociedad mundial, el auténtico concepto de familia está relegado a una posición anacrónica. La familia está en crisis profunda. Fugas del hogar, delincuencia juvenil, indisciplina, entre otras cosas, de parte de los hijos. Y entre padres y esposos, el divorcio, el aborto, la prevalencia del amor físico sobre el afectivo y espiritual, la ausencia del diálogo, la práctica de uniones conyugales libres, la inestabilidad de las uniones sacramentales y civiles.
Es preciso fundamentar la vida y el amor familiar en el amor universal e infinito de Dios, «? de quien procede toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3,15).
Y, a partir de ese gran y principio generante, hay que revivir y vitalizar el cuarto mandamiento, en el que se establece el criterio del amor entre padres e hijos, y se esclarece la corriente de mutuo enriquecimiento entre generaciones. Los descendientes en la familia humana reciben vida, educación, vestido, alimento, casa, junto con la forja de virtudes humanas y religiosas que van a regir la proyección de la familia hacia el ambiente más amplio de la sociedad.
En la familia, como en toda institución humana, tiene que existir un orden jerárquico que impide caer en la anarquía. El afán de independencia en la juventud es lógico, puesto que tiene que cultivar el afán natural de alzar vuelo como miembro independiente de la sociedad. Es un principio sicológico. Pero el mismo joven suele sentirse desolado y dejado de la mano si no siente la mano firme de sus progenitores que lo sustentan en sus esfuerzos juveniles de ser él mismo. Por su parte, los padres deben manejar el timón de su autoridad sin convertirla en autoritarismo. Se impone un estilo de relación entre padres e hijos, que vaya en la línea de una confianza mutua y una amistad sincera. Que se sienten juntos a la mesa de diálogo y sepan aportar y escuchar serena y objetivamente. Y todo esto proviene del gran principio generante del amor. El pilar básico de la familia debe ser el amor.
Desde la base del amor, la familia debe estar en continuo crecimiento para edificarse ella misma y, al mismo tiempo, para ser fermento de una sociedad sana según Dios. Es decir, evangelizada y evangelizadora.
Se repite hasta la saciedad que la familia es célula vital de la sociedad. Pero la acción de Jesús, el Hijo de Dios Padre y de la santa familia de Nazareth, va mucho más allá: Porque somos la Iglesia, la gran familia que nos hace hijos de Dios en Jesucristo y, desde ahí, el fermento de la fraternidad y de la solidaridad humana y cristiana en el amor de Dios. Por eso Jesús nos enseña a llamar a Dios Padre, con la oración del Padre nuestro. Jesús, el Verbo Eterno encarnado, es el Hijo de Dios Padre y el primogénito de una multitud de hermanos que somos nosotros.
Y ese mismo Jesús que nos establece como la fraternidad universal en el amor, nos da a su propia Madre María como  madre nuestra, al punto de que la Iglesia, Madre y Maestra, con toda confianza puede afirmar que «ella (María), Madre de Cristo y de la Iglesia, es, en efecto, de manera especial, la madre de las familias cristianas, de la Iglesia doméstica. (FC 61)».
María, Madre de la Iglesia doméstica, ponemos en tus manos todos los hogares para que, contigo, sigan fiel y obedientemente los designios divinos y marchen al encuentro glorioso de tu Hijo en la Casa Eterna del Padre.