(VIDEO) Mons. Daniel Blanco, obispo auxiliar de San José
La Palabra de Dios de este Domingo XIX del Tiempo Ordinario nos continúa presentando el capítulo VI del evangelio de San Juan, mejor conocido como el discurso del Pan de Vida.
Hoy, la liturgia nos narra un fragmento de este discurso en el cual se deja ver de nuevo la incredulidad de la multitud que sigue a Jesús, aquellos mismos que comieron gracias al milagro de la multiplicación de los panes ahora ponen en duda la procedencia divina de Cristo. La multitud se pregunta cómo Jesús puede decir que ha bajado del cielo si ellos lo conocen, saben quiénes son sus padres y cuál es su procedencia.
Estas preguntas de la multitud le permiten a Jesús revelar su verdadero origen y revelar quién es su verdadero padre: Cristo procede de Dios, su padre es Dios, a quien Él ha visto y oído.
Además de revelar su procedencia, Jesús revela también, con toda claridad, su misión: Ha venido al mundo para que el mundo tenga vida.
Luego de estas revelaciones Jesús indica que para seguirlo a él, se hacen necesarias dos acciones: creer en él y comerlo a él, verdadero pan bajado del cielo.
Ambas acciones significan tener una experiencia de encuentro con Jesús, que va más allá del haber sido testigos, como espectadores, del signo milagroso para pasar a la realidad vivencial de la compasión y de la misericordia de Dios que cuida y acompaña la vida del ser humano.
Esta ha sido la experiencia que ha tenido el profeta Elías, quien ante la persecución que atenta contra su vida y al cansancio, la angustia y la desesperación que está sufriendo, llega al colmo de pedirle a Dios la muerte. Pero el Dios compasivo, lo hace tener una experiencia de misericordia. Dios lo alimenta con pan del cielo y con agua que le devuelve el ánimo y la fuerza que le permite al profeta hacer un recorrido similar al del pueblo hebreo durante el éxodo. Camina por cuarenta días por el desierto hacia el monte Horeb, el monte de las teofanías, donde YHWH entregó las tablas de la ley a Moisés. Para Elías llegar al Horeb será signo de salvación, de encuentro con Dios que lo ha librado de la persecución y de la muerte.
Esa es la experiencia que promete Jesús a quien crea en Él y a quien coma el pan bajado del cielo. Cristo se presenta como el pan de vida. Aquel que lo coma tendrá vida eterna. Ante las situaciones difíciles de la vida, ante la desesperación y la angustia que se pueda sufrir, Jesús nos asegura, que del mismo modo que lo hizo con Elías, él viene a nuestro encuentro, nos alimenta, nos fortalece y nos permite continuar el camino hasta que lleguemos a su encuentro en el monte del Señor, es decir hasta que nos encontremos con Él en gloria eterna.
Jesús deja claro, en un primer momento, que el pan de vida que se entrega en alimento es su carne entregada al mundo para su salvación. Es decir, el sacrificio de la cruz, donde su cuerpo será clavado y su vida será entregada, es el acontecimiento que dará salvación al ser humano y le animará para peregrinar con esperanza hacia el Monte Santo, hacia la Jerusalén del cielo.
Pero esta certeza de salvación, ha insistido Cristo desde el inicio de este discurso, debe pasar por el creer en Cristo y comer su carne.
En otros momentos hemos recordado que creer en Cristo va más allá de una acción del intelecto y significa mostrar con la vida que se es cristiano. Con las palabras de Pablo en la segunda lectura podemos decir que creer en Cristo significa ser bueno y comprensivo, perdonar como Cristo, amar como Cristo, en fin creer implica imitar a Cristo.
Esto será posible sólo si nos configuramos cada día más con el Señor. Por esto Cristo se hace alimento, pan de vida. Como se ahondará la próxima semana, su carne y su sangre entregados por nuestra salvación en el acontecimiento cruento de la Cruz, están real y sacramentalmente en las especies consagradas del pan y del vino y al comerlos nos unimos a Cristo y nos fortalecemos con su gracia para amar, perdonar y ser comprensivos como Él.
Comamos el pan de vida, que nos une estrechamente con Cristo y nos da la fortaleza para creer en él, es decir, para hacer que cada uno de nuestros actos lo hagan presente en medio del mundo y en medio de los hermanos.