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Iglesia

«Nadie es profeta en su propia tierra»

(VIDEO) Mensaje Mons. Daniel Blanco Méndez, XIV Domingo del Tiempo Ordinario


Las últimas dos semanas, el evangelio de San Marcos ha narrado cómo Jesús ha realizado signos milagrosos, específicamente nos ha relatado cómo Jesús calmó la tempestad en el mar de Galilea, sanó a la mujer hemorroísa y resucitó a la hija de Jairo.

Todas estas acciones milagrosas, como lo hemos dicho las semanas anteriores, y nos lo enseña el papa emérito «no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios, que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre» (Ángelus, 08.07.2012).

Hoy, San Marcos, nos relata un hecho acontecido en Nazareth y que lleva a Jesús a pronunciar esa frase conocida por todos «Nadie es profeta en su propia tierra».

Los evangelios, narran cómo las acciones milagrosas de Jesús, pronto se conocieron por todos los pueblos de Judea y de Galilea, por lo que las noticias de los signos milagrosos de Jesús debían ser conocidos también en su pueblo natal, pero a los conciudadanos de Cristo, el prejuicio no les permitía ver más allá de lo que habían conocido, Jesús es el hijo del carpintero y de María, ¿de dónde tiene sabiduría para predicar y de dónde el poder para hacer milagros?

La incredulidad de los conciudadanos de Jesús se basa en la cerrazón del corazón que no les permitió abrir los ojos a los hechos que realmente habían acontecido y tampoco abrir los oídos a la escucha de la palabra del mismo Dios.

El profeta Ezequiel, en la primera lectura, hace referencia a esto mismo, el pueblo elegido es un pueblo rebelde que no escucha, que desobedece a Dios y que desconoce la presencia de los profetas enviados por YHWH.  Aún en medio del sufrimiento del destierro en Babilonia, este pueblo es incapaz de escuchar la palabra de Dios y desobedece su voluntad, pero eso no impide que el Señor continuamente busque acercarse a su pueblo por medio de la predicación de los profetas.

Tanto que «en la plenitud de los tiempos, Dios envía a su hijo» (Cfr. Gál. 4, 4), el cual, como lo ha narrado San Marcos, no tendrá una suerte distinta a la de los profetas, ya que no sólo habrá incredulidad sobre quién es, sino que no será aceptado como Hijo de Dios ni como Mesías e incluso será entregado a las autoridades romanas, por sus mismos conciudadanos, para ser crucificado.

Esta incredulidad o falta de fe provoca la ausencia de milagros en Nazareth, porque, como lo ha dicho el papa Benedicto, los signos milagrosos se realizan donde se encuentre fe.  Es decir, los milagros, son muestra del amor de Dios, como ya se ha dicho repetidas veces, por tanto no tienen como objetivo hacer nacer la fe del pueblo sino provocar una experiencia de encuentro con el amor perfecto de Dios.

La actitud del pueblo elegido, tanto con los profetas como con el mismo Cristo, debe ser referente para quienes somos cristianos.  Su modo de actuar, fácilmente puede ser reproducido en nuestra comunidad de bautizados, en la cual corremos el riesgo de caer en tres errores:

·      Primero, buscar a Dios únicamente por los milagros realizados y no por el más grande de los milagros, su salvación dada gratuitamente con su muerte y resurrección.  Esto es signo de que nos quedamos con el milagro como si fuera muestra de poder y no como signo de su amor y de su misericordia.

·      Este primer error, nos puede llevar fácilmente al segundo:  Cerrarnos a la escucha de la palabra de Dios y por tanto cerrarnos a hacer su voluntad.  No siempre es fácil hacer la voluntad de Dios, por eso muchas veces es más fácil quedarnos con lo superficial, buscando milagros y cosas sobrenaturales, haciendo una religión a mi gusto, y dejando de lado la voluntad de Dios.

·      Finalmente, es un peligro alimentar los prejuicios y no ser capaces de ver a Dios actuar en la historia, en nuestra propia historia y en la historia de los hermanos.  Dios sigue llamándonos a todos, independientemente de dónde somos y de lo que hayamos hecho, para que colaboremos en la construcción de su Reino.  Nuestro camino de conversión nos debe permitir ver también la conversión del hermano y el paso de Dios en su vida, porque como ha dicho Pablo en la segunda lectura el poder de Dios se manifiesta en la debilidad del ser humano.

Que nuestra oración, nuestra vida sacramental y nuestro encuentro con Cristo en la Eucaristía, nos permitan hacer experiencia constante del amor de Dios que nos hace hijos y nos ha salvado, que esta experiencia nos abra el corazón a su palabra y a cumplir su voluntad y de esta manera quitar todo prejuicio que nos impida hacer un verdadero camino de fe y comunión con todos los hermanos.