Mons. Daniel Blanco Méndez, V Domingo de Pascua
En este tiempo de Pascua, la Iglesia está celebrando la victoria de Cristo sobre la muerte, sobre el maligno, sobre el pecado y sobre todas sus consecuencias.
Y esta celebración es aún mayor porque conmemoramos que esta victoria es también nuestra victoria. En el bautismo, como nos enseña San Pablo, nos hemos unido y configurado con Cristo para que, de esta manera, también nosotros unidos a Él, muramos y resucitemos, participando así de su misma vida gloriosa. Éste es el regalo que hemos recibido todos los bautizados.
Por eso la Pascua es tiempo propicio para contemplar y meditar sobre estos regalos de gracia que esta unión con Cristo trae para nosotros y también sobre los compromisos que adquirimos con el bautismo; compromisos que nos deben llevar a dar frutos buenos, como lo hemos pedido en oración colecta.
Las lecturas que se han proclamado nos recuerdan cuáles son esos frutos y cómo lograremos «producirlos».
San Juan, en la segunda lectura, insiste en que estos frutos deben ser el resultado de creer en Jesús, pero en la Sagrada Escritura creer es más que un acto de nuestra inteligencia, creer es la vivencia experiencial del amor y la misericordia de Dios para con nosotros, experiencia que debemos compartir y manifestar al hermano. Esta vivencia de la fe que se traduce en amor es lo que hará creíble nuestro nombre de cristianos, hará creíble el bautismo recibido.
La experiencia de San Pablo, narrada en la primera lectura, es un claro ejemplo de esto. Pablo ha experimentado el amor de Dios que sale a su encuentro y que transforma su vida, ha hecho experiencia del amor del hermano, cuando Bernabé lo cuida y lo defiende delante de la primera comunidad apostólica y hace experiencia del amor de esa comunidad apostólica cuando inicia una persecución en su contra y ellos lo cuidan.
Esta experiencia vivida por Pablo, que lo hizo receptor del amor de Dios y de la comunidad, será lo que lo transformará de perseguidor de la Iglesia en el gran apóstol de los gentiles, quien anuncia el evangelio no solo con su elocuente predicación sino también con su propia vida, con su cercanía a la comunidad y con su valentía en la persecución y en su martirio.
Esta vivencia del amor, del que ha sido testigo radical Pablo y que debe ser testimonio de todo bautizado porque es la vivencia del que cree en Cristo, como lo ha manifestado San Juan, no es posible que lo vivamos con la fuerza meramente humana.
Por esto, el mismo Cristo se presenta como la vid verdadera, es decir la raíz que nos alimenta, nos fortalece con la misma vida divina que nos capacita para ser cristianos auténticos. El mismo Jesús lo ha dicho en el pasaje del evangelio «sin mí no pueden hacer nada». El bautizado no puede dar testimonio de la fe, sin la fuerza del resucitado.
Jesús en el evangelio insiste en que debemos permanece en Él, lo dice en siete ocasiones, número que recuerda perfección, es decir debemos permanecer siempre en Él.
Para vivir el amor, para dar frutos buenos y abundantes es necesario permanecer en Él, vid verdadera. Nosotros, sus sarmientos, unimos nuestra vida a la vida de Cristo, de Él nos alimentamos, de la experiencia de su amor somos capaces de amar, de la fuerza que viene de Él podemos nosotros llevar adelante nuestra vida de fe, la cual será creíble si los frutos son buenos y abundantes.
El papa Benedicto nos enseña cómo podemos permanecer en Cristo, dice el papa emérito: «cada uno de nosotros es como un sarmiento, que sólo vive si hace crecer cada día con la oración, con la participación en los sacramentos y con la caridad, su unión con el Señor. Y quien ama a Jesús, la vid verdadera, produce frutos de fe para una abundante cosecha espiritual» (Ángelus, 6 de mayo 2012).
Que estos días, que nuevamente son duros y que nos piden quedarnos en casa para evitar mayores contagios, permanezcamos en el Señor, con la oración, con la caridad, con el amor a los hermanos y cuando sea posible con la vida sacramental, para que podamos ser en medio del mundo, bautizados que damos signos creíbles de nuestra fe gracias a los frutos de amor y misericordia que salgan de nuestras manos.